sábado, 1 de mayo de 2010

Capítulo XI.- De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros

Chequen nada más el discurso de don Quijote, cuando habla de la propiedad privada.
Sigamos con la historia:
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Don Quijote y Sancho Panza llegaron al anochecer a las chozas de unos cabreros y decidieron pasar allí la noche. Sancho acomodó a Rocinante y a su jumento y se fue tras el olor de unos tasajos de cabra que, hirviendo al fuego, en un caldero estaban.
Los cabreros tendieron por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron su rústica mesa y convidaron a los dos, de muy buena voluntad, con lo que tenían. Don Quijote se sentó sobre un dornajo vuelto de revés; Sancho se quedó de pie para servirle la copa, que era de cuerno. Viéndolo de pie, su amo le dijo:
--Porque veas, Sancho, el bien que encierra en sí la andante caballería, quiero que aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas de mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor, que todas las cosas las iguala.
--¡Gran merced! –dijo Sancho--; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, también y mejor me lo comería a pie y a solas. Mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo.
--Con todo eso, te has de sentar; porque, a quien se humilla, Dios lo ensalza.
Y asiéndole por el brazo, lo forzó a que junto a él se sentase.
Después de que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
--Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no por que en estos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras: tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que libremente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. No había fraude, el engaño, ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La ley del encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban por dondequiera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen. Andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el agasajo y el buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero.
Uno de los cabreros dijo:
--Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajemos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro, el cual es un zagal y muy entendido y muy enamorado y que, sobre todo, sabe leer y escribir, y es músico.
Apenas había acabado el cabrero de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel (instrumento musical parecido a un pequeño laúd) que tañía un mozo de 22 años, de muy buena gracia. Le preguntaron si ya había cenado y él respondió que sí. El que había hecho el ofrecimiento a don Quijote, le dijo:
--De esta manera, Antonio, bien podrás hacernos el placer de cantar un poco.
--Que me place –respondió el mozo. Templó su rabel y empezó a cantar versos de amor y desamor.

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