martes, 4 de mayo de 2010

Capítulo XIV.- Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos

Vivaldo leyó los versos de desamor del difunto Crisóstomo.
Iba a leer otro papel, cuando de repente apareció una maravillosa visión, la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, dijo:
--¿Vienes a ver por ventura, ¡oh fiero basilisco de estas montañas! Si, con tu presencia vierten sangre las heridas de este miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o ver desde esa altura, como otro despiadado Nerón, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver? Dinos presto a lo que vienes.
--No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho –respondió Marcela--, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan.
Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté o obligada a amaros.
¿Por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros por que no me amábades? Cuando más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que, tal cual es, el cielo me dio la gracia, si yo pedirla ni escogerla. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata por habérsela dado la naturaleza, tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa. Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles de estas montañas son mi compañía, las claras aguas de estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, en fin de ninguno de ellos, bien se puede decir que antes los mató su porfía que mi crueldad. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección no es excusado.
Que si a Crisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Yo, como sabéis tengo riquezas propias y no codicio las ajenas.
Y diciendo eso, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte, dejando admirados, tanto por su discreción como por su hermosura, a todos los que allí estaban. Algunos dieron muestra de quererla seguir, pero a don Quijote le pareció bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en voz alta dijo:
--Ninguna persona, de cualquier estado o condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ya fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen el entierro, pusieron el cuerpo de Grisóstomo en la sepultura.
Terminada la ceremonia don Quijote se despidió de sus huéspedes y determinó ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio.

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