miércoles, 19 de mayo de 2010

Don Quijote conoce a un pastor que enloqueció porque un amigo le robó a su amada

Capítulo XXIV.- Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena

El hombre que había encontrado don Quijote en la Sierra Morena, medio desnudo, agradeció a don Quijote la cortesía con que lo había tratado. Nuestro caballero le preguntó quien era y pidió que le dijera las causas por las que había decidido vivir y morir en la sierra, como bruto animal.
--Y juro --dijo don Qujijote-- por la orden caballería que recibí, aunque indigno y pecador, si me complacéis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio, ora ayundándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque pidió algo de comer y al terminar les hizo señas de que le siguiesen, los llevó a un verde prado y llegando a él se tendió en el suelo, y los demás hicieron lo mismo. El Roto, despuès de haberse acomodado en su asiento, dijo:
--Si gustáis, señores, que os diga mis desventuras, habés de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, interrumpireis el hilo de mi triste historia, porque en el punto que lo hagáis, en ese se quedará lo que fuere contando.
Don Quijote le prometió, en nombre de los demás, y el mozo comenzó de esta manera:
--Mi nombre es Cardenio, mi patria, Andalucía; mi linaje, noble: mis padres, ricos; mi desventura, tanta, que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza. Vivía en esta misma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía.
A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí, con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitiía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba, porque bien veían que no podía tener otro fin que el de casarnos, . Creció la edad, y con ella el amor entre ambos. La pedí a su padre por legítima esposa, a lo que él me respondió que mi padre estaba vivo y a él le tocaba el justo derecho de hacer aquella demanda. Al tiemo que entré en un aposento dondde estaba mi padre, le hallé con un acarta abierta en la mano, me la dio y me dijo: "Por esa carta vwerás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerme merced!". En la carta le pedía que me enviase luego donde él estaba, que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo mayor. Enmudecí al oir a mi padre decir: "De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del Duque, y da gracias a Dios que te va abriendo caminio por donde alcances lo que yo sé que mereces".
LLegó el término de mi partida, hablé con Luscinda una noche, le dije lo que pasaba y lo mismo hice con su padre, suplicándoles esperaran mi regreso. Los dos prometieron. Llegué donde el duque Ricardo, y conocí a su hijo Fernando, mozo gallardo, gentil, liberal y enamorado que en poco tiemño quiso que yo fuese su amigo. Don Fernando querìa bien a una labradora, vasalla de su padre, recatada, hermosa, discreta y honesta, a quien le dio palabra e ser su esposo. Tiempo después e dijo que no hallaba otro mejor remedio paa apartar de la memoria la hermosura de la moza, que ausentarse por algunos meses, y quería que los dos viniésmemos a casa de mi padre, a vender unos caballos
Ya cuanod él me dijo esto, según supe, había gozado a la labradora con titulo de esposo, y esperaba ocasión de ponerse a salvo, temeroso de lo que el duque haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues, que venimos a mi ciudad, y por la amistad que don Fernando mostraba, pensé que no le debía encubrir nada. Así que le hablé de la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de tal manera que mis alabanzas movieron en él deseos de querer ver a la doncella, una noche se la enseñé a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos. Él la vio, y enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado. Un día quiso la fortuna que yo hallase un escrito suyo, pidiéndome que la pidiese a su pdare por esposa, Procuraba don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba, y los que ella me respondía. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías, de que ella era muy aficionada, que era el de "Amadís de Gaula..."
No bien hubo oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
--Con que me dijera vuestra merced que Luscinda era aficionada a libros decaballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento. Perdóneme vuestra merced haber contravendio lo que prometimos de no interrumpir su plática. Así que perdón y prosiga.
En tanto don Quijote hablaba, Cardenio agachó la cabeza sobre el pecho, dando muestras de etar prodfufundamente pensativo. Dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, pero al cabo de un buen rato, se levantó y dijo y habló de los personajes de Amadís de Gaula:
--NO se me puede quitar del pensamiento --dijo Cardonio-- sino que aquel bellaconazxo del maestro Elisaat estaba amnancebado con la reina Madásima.
-Eso no,!voto as tal!, respondió con mucha cólera don Quijtoe, mientes como gran bellaco.
Cardenio, al verse tratado de bellaco, alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en el pecho tal golpe a don Quijote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco ocn el puño cerrado, y el Roto lo recibió de tal suerte, que con una puñada lo tiró, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas. Un cabrero quiso defender a Sancho, pero corrió con la misma suerte. Y Cardenio, despuès de dejar a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue a emboscarse en la montaña.
Don Quijote preguntó al cabrero si sería posible hallar a Cardenio, porque quedó con grandísimo deseo de saber el fin de su historia. El cabrero dijo que no, pero que si permanecía por esos contornos, no dejaría de hallarlo.

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