domingo, 30 de mayo de 2010

La agradable aventura que al cura y al barbero les sucedió en la misma sierra

Capítulo XXVIII.- Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la misma sierra


Felícisimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo al audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación, como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios de ella que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia.
La historia cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes, acentos decía:
-¡Ay Dios! ¡Si será posible que ya he hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada de este cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo!.
El cura, Cardenio y el barbero, ocultos detrás de un peñasco, vieron sentado al pie de un fresno a un mozo, vestido como labrador, que tenía inclinado el rostro a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría. Ellos llegaron en silencio. Les sorprendió la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes.
El mozo se quitó la montera y sacudiendo la cabeza a una y otra parte, comenzó a mostrar unos cabellos que pudieran los rayos del sol tenerles envidia. Con esto vieron que el labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda.
Los hombres hicieron ruido y la hermosa moza alzó la cabeza y apartándose los cabellos, se levantó y sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto de ropa y quiso huir. Mas no hubo dado seis pasos, que no pudiendo sufrir los delicados pies las asperezas de las piedras, dio consigo en el suelo.
--Deteneos, señora, quienquiera que seáis; que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huída, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
Ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:
--Perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
Ella dio un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
--En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en España; éste tiene dos hijos; el mayor, heredero de su estado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. De ese señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo.
Don Fernando, el hijo menor del duque, puso sus ojos en mí...
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó el color del rostro y comenzó a trasudar y se quedó quieto mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién era ella, la cual sin advertir los movimientos de Cardenio, prosiguió con su historia y contó que su nombre era Dorotea y que una doncella dejó pasar una noche a su habitación a don Fernando, quien le dio un anillo y le prometió matrimonio. Después de esa noche don Fernando no apareciò y pocos días se dijo en el lugar que en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, que se llamaba Luscinda.
Oyó Cardenio el nombre e Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas, mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento., diciendo:
--Llegó esta triste nueva a mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que poco faltó para o salir a las calles dando voces de la traición que se me había hecho. Esa misma noche me puse en este hábito de pastor, tomé un vestido y algunas joyas y dineros, y le rogué a un zagal que me acompañase hasta la ciudad donde se hallaba don Fernando.
Llegando pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y me contaron todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija: la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de ella haber dado el sí de ser su esposa, se desmayó y llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la obediencia de sus padres. Daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había quitado la vida. A don Fernando pareciále que Luscinda le había burlado y escarnecido, así que arremetio a ella y con la misma daga que le hallaron la quiso dar de puñaldas, y lo hiciera si sus padres y los que se hallaban presentes no le estorbaran. Supe que Cardenío se halló presente en los desposorios y que viéndola desposada, se salió de la ciudad, dejándole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba a donde gentes no le viesen. En la ciudad todos hablaban de ello, y todos supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres y nadie sabía dónde hallarla.
Estando pues en la ciudad, viendo como hallar a don Fernando, llegó a mis oídos un pregón, donde se prometía recompensa a quien me hallara, donde se daba las señas de la edad y del mismo traje que traía, y se decía que me habia sacado de casa de mis padres el que conmigo vino, cosa que me llegó al alama, por ver cuan caído andaba mi crédito. Al oír el pregón, me salí de la ciudad con mi criado, fiel y seguro hasta entonces, que así me vio en esa soledad, quiso aprovecharse de la ocasión, y con mis pocas fuerzas dí con él por un derrumbadero, donde le dejé, no sé si muerto, y luego me entré por estas montañas, para huir de mi padre y de los que me estaban buscando.

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