sábado, 8 de mayo de 2010

Capítulo XVII.- Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su

Siguen las situaciones más jocosas que se pueda uno imaginar: don Quijote cree que lo golpeó un moro encantado, Sancho cree que éste es un cuadrillero de la Santa Hermandad y nuestro caballero prepara su brebaje mágico que casi mata a Sancho. Luego parten de la venta sin pagar.


Se van a reír, se los garantizo

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Acababa de pasar la graciosa escaramuza en la que, como suelde decirse, “el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo”, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa que no se daban punto de reposo, y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a donde quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Un cuadrillero que se alojaba esa noche, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a oscuras diciendo:
--¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y tentándole las barbas, no cesaba de decir:
--¡Favor a la justicia!
Viendo que don Quijote no se meneaba, pensó que estaba muerto y que los que allí estaban eran sus matadores, y con esa sospecha reforzó la voz, diciendo:
--¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie que han muerto aquí a un hombre!
Esa voz sobresaltó a todos. Cada cual dejó la pendencia en el grado que la tomó. Se retiraron el ventero a su aposento, el arriero a su lecho, la moza a su rancho.
Sólo los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban.
Don Quijote volvió de su parasismo y llamó a Sancho diciendo:
--Sancho, amigo, ¿duermes?
--¿Qué tengo que dormir? –respondió Sancho con pesadumbre y despecho--, que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche.
--Puedes creerlo así, dijo don Quijote, porque o yo sé poco, o este castillo está encantado; porque… hasme jurar que lo que quiero decirte lo tendrás en secreto hasta tu muerte.
--Sí juro –respondió Sancho
--Has de saber –respondió don Quijote—que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras. Sabrás que hace poco vino a mí la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y hermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. Sólo te quiero decir que envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo lo viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo bañadas en sangre, y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los arrieros. Por donde conjeturo que la hermosura de esa doncella la debe guardar un moro encantado, y no debe de ser para mí.
--Ni para mí tampoco –respondió Sancho--, porque más de 400 moros me han aporreado a mí de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado.
--Luego, ¿también estás aporreado? -–respondió don Quijote
--No tengas pena, amigo –respondió Don Quijote--, que o haré ahora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y vio al que pensaba muerto; y así como lo vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
--Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar si se dejó algo en el tintero?
--No puede ser el moro –respondió don Quijote--, porque los encanados no se dejan ver de nadie.
--Si no se dejan ver, se dejan sentir –dijo Sancho—si no, díganlo mis espaldas.
Llego el cuadrillero, y como los encontró hablando, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote estaba boca arriba sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegó el cuadrillero y le dijo:
--¿Cómo va buen hombre?
--Hablara yo más bien criado –respondió don Quijote--, si fuera vos ¿úsase en esta tierra hablar de esa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que lo dejó muy descalabrado; como todo quedó a oscuras, salió luego, y Sancho Panza dijo:
--Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
Don Quijote respondió: --levántate Sancho, si puedes, y llama al alcalde de esta fortaleza y procura que me dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad creo que lo he de menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que el fantasma me ha dado.
Sancho se levantó con harto dolor en sus huesos a buscar los remedios. El ventero lo proveyó de cuanto quiso y Sancho se lo llevó todo a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza quejándose del dolor del candilazo, que le había levantado dos chichones algo crecidos. Él tomó los ingredientes, con los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio. Vació todo en una aceitera de hoja de lata que el ventero le donó, luego rezó más de 80 padres nuestros y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada una acompañaba de una cruz a modo de bendición, ante la presencia de Sancho y el ventero.
Don Quijote se bebió casi media azumbre (medida de dos litros), y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias de la agitación del vómito, le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y lo dejasen solo. Así lo hicieron y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese lo que quedaba en la olla. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante se la echó a pechos. Es, pues, el caso de que el estómago del pobre Sancho no debía ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó que había llegado su última hora.
--Yo creo Sancho –dijo don Quijote--- que todo este mal te viene de no ser armado caballero.
Don Quijote se sintió aliviado y sano, y quiso partirse luego a buscar aventuras. Él mismo ensilló su caballo y preparó al jumento de su escudero, a quien ayudó a vestirse y a subir al asno. Púsose luego a caballo y llegándose a un rincón de la venta, asió de un lanzón que ahí estaba, para que le sirviera de lanza. Llamó al ventero y se despidió prometiendo vengar algún agravio que le hubiesen hecho, para pagar.
--Señor caballero, no tengo necesidad de que me vengue algún agravio; sólo he de menester que me pague el gasto de esta noche.
--Engañado he vivido hasta aquí –respondió don Quijote-- pues en verdad pensé que era castillo, lo que se podrá hacer es que perdonéis la paga. Poniendo piernas sobre Rocinante, y terciando su lanzón, se salió de la venta, sin que nadie le detuviese.
El ventero acudió a cobrar a Sancho Panza, a lo cual éste respondió que por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado.
Quiso la mala suerte que entre la gente de la venta se hallase gente alegre, maleante y juguetona, y viendo que no quería pagar, llegaron a Sancho, y apeándolo del asno, uno de ellos entró por una manta. Salieron al corral y comenzaron a levantarlo en alto, como con perro por carnestolenda.

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