martes, 27 de abril de 2010

Capítulo VII De la segunda salida de nuestro buen caballero Don Quijote de la Mancha

Este capítulo tiene dos grandes atractivos: la entrada en escena del graciosísimo escudero Sancho Panza y la lección de vida que nos da don Quijote, quien regresó apaleado de su primera salida.
Él pudo acobardarse, ponerse justificaciones, quedarse en el confort de su casa. Pero no, apenas se recuperó de sus heridas salió otra vez a vivir todo lo que no había vivido a sus 50 años.

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Vamos a la historia:

El ama quemó cuantos libros había en toda la casa. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron para el mal de su amigo, fue que tapiasen el aposento de los libros, para que cuando don Quijote se levantase, no los hallase. A los dos días, éste se levantó y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde estaba la puerta y tentaba con las manos, y volvía y revolvía los ojos sin decir palabra; pero al cabo de un rato preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
--Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
--No era diablo –replicó la sobrina--, sino un encantador que vino sobre una nube, una noche, dijo que se llamaba el sabio Muñatón.
--Frestón diría –dijo don Quijote.
--No sé –respondió el ama—si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en “tón” su nombre.
Don Quijote estuvo 15 días en su casa, muy sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros devaneos. En ese tiempo solicitó a un labrador vecino suyo, hombre de bien pero de muy poca sal en la mollera. Tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano determinó de salirse con él y servirle de escudero.
Entre otras cosas, le decía don Quijote que tal vez podía suceder aventura que ganase en quítame allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y se convirtió en escudero de su vecino.
Don Quijote se puso a buscar dinero; y vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, reunió una razonable cantidad. Pidió prestada una rodela (escudo redondo y delgado), reparó su rota celada y avisó a su escudero Sancho el día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él llevase lo que era menester, sobre todo le encargó que llevase alforjas. Sancho dijo que sí, y que pensaba llevar un asno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó don Quijote, pues no recordaba que algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero determinó que cambiaría al asno con un caballo que le quitaría al primer caballero que topase.
Sin despedirse Panza de sus hijos y don Quijote de su ama y sobrina, una noche salieron del lugar sin que persona alguna los viese; caminaron tanto que al amanecer se tuvieron por seguros que no los hallarían aunque los buscasen.
Iban conversando, por la mañana, dijo en esto Sancho Panza a su amo:
--No se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que la sabré gobernar por grande que sea. Si yo fuese rey por algún milagro, Juana Gutiérrez, mi mujer, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.
--Encomiéndalo tú a Dios, Sancho –respondió Don Quijote--, que Él dará lo que más le convenga.

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