sábado, 24 de abril de 2010

Capitulo IV De lo que sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta

Este es uno de los pasajes que me gustan mucho de la novela de Cervantes.
¿Quién, con la mejor de las intenciones, no ha tratado de ayudar a un desvalido como don Quijote a Andrés, sólo para enterarse después de que le fue peor?
Sigamos con la historia:
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La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Viniéronle a la memoria los consejos del ventero de llevar dinero y camisas y así determinó volver a su casa y acomodarse de todo y de un escudero.
No había andado mucho cuando le pareció que de la espesura del bosque salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba. Y a pocos pasos que entró por el bosque vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, de unos 15 años, que era el que las voces daba, porque un labrador le estaba dando con una pretina muchos azotes, y a cada azote acompañaba con una reprensión y decía:
--La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
--No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y don Quijote, viendo lo que pasaba, con voz airada dijo:
--Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defenderse no puede. Subid sobre vuestro caballo, tomad vuestra lanza, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto y con buenas palabras respondió:
--Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un criado que me sirve cuidando una manada de ovejas que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, dice que lo hago de miserable, por no pagarle, y Dios y mi alma saben que miente.
--¿Miente delante de mí, ruin villano? –dijo Don Quijote—Por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza; pagadle luego sin más réplica. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y dijóle al labrador que al momento desembolsase los sesenta y tres reales, si no quería morir por ello. El medroso villano respondió que no eran tantos, porque se le habían de descontar tres pares de zapatos que le había dado, un real, y dos sangrías que le había dado estando enfermo.
--Bien está todo esto –respondió don Quijote--; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotones que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que pagaste, vos le habéis roto el de su cuerpo; y si el barbero le sacó sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que, por esta parte, no os debe nada.
--El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dinero; véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se les pagaré un real sobre otro.
--¿Irme yo con él? –dijo el muchacho—más? No señor, ni pensarlo, porque, en verdad viéndome solo, me desollará.
--No hará total –replicó don Quijote--; basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré libre y aseguraré la paga.
--Mire vuestra merced lo que dice –dijo el muchacho--, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar.
--Hacedme el placer de veniros conmigo –respondió el labrador—que yo juro por todas las órdenes de caballerías que hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro.
--Con eso me contento –dijo don Quijote—y mirad que lo cumpláis; si no, os juro que he de volver a buscaros y os tengo que hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, sabed que soy el valeroso don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.
Diciendo esto, picó a Rocinante y se apartó de ellos. El labrador lo siguió con los ojos y cuando vio que ya no parecía por el bosque, volviese a su criado Andrés y le dijo:
--Venid acá hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel caballero me dejó mandado. Pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y asiéndolo del brazo, tornó a atarlo a la encina, donde le dio tantos azotes que lo dejó por muerto.
--Llamad, Andrés, ahora al deshacedor de agravios y verás como no deshace éste. El labrador lo desató y Andrés partió llorando, mientras su amo se quedó riendo.
En esto don Quijote llegó a un camino y descubrió a un grupo de mercaderes que iban a comprar seda. Eran seis y venían con cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote cuando se le imaginó ser cosa de nueva aventura; y por imitar lo que había leído en sus libros, se afirmó bien en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho y, puesto en mitad del camino, levantó la voz y con ademán arrogante dijo:
--Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Uno de ellos, que era un poco burlón, le dijo:
--Señor caballero, nosotros no conocemos quien sea esa buena señora que decís; mostrádnosla, que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin premio alguno confesaremos la verdad. Sea servido de mostrarnos un retrato, aunque sea del tamaño de un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y aunque nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, por complacer a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.
--No le mana, canalla, infame; y no es tuerta ni encorvada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.
Y diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo por el campo; y queriéndose levantar, jamás pudo; tal embarazo le causaban la lanza, adarga, espuelas y celada con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, desde el suelo decía:
--No huyáis gente cobarde, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.
Un mozo de mulas llegó a él, tomó la lanza, y después de hacerla pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que lo dejó molido. Sus amos gritaban que lo dejase, pero el mozo estaba ya picado, y no quiso dejar el juego, hasta que tomó todos los trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que no cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines, que tal le parecían.
Después que se vio solo, don Quijote tornó a probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando estaba sano y bueno, ¿cómo lo haría molido y casi deshecho?

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