miércoles, 21 de abril de 2010

Capítulo I. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Aún estoy triste, porque me retiraron la invitación a un viaje de trabajo, que debía iniciar hoy.
Además, persiste un ligero dolor de mi pie derecho, secuela de un accidente que sufrí hace poco más de un mes (18 de marzo), pero tengo que ir a Santa Fe.
Aún no puedo caminar bien, pero me niego a usar bastón o muletas. Vivo al sur de la Ciudad de México, así que tengo que cruzar toda la ciudad para llegar a mi destino. Lo peor es que aún no puedo manejar.
Sé que es una locura ir a Santa Fe en estas condiciones, Pero ¿qué sería de Don Quijote de la Mancha sin locuras? así que fiel a mi admirado caballero andante, emprendo la aventura.

Por lo pronto, les platico el primer capítulo del libro, donde Cervantes nos presenta al increíble caballero. También conoceremos a su célebre caballo Rocinante y a su Dulcinea del Toboso. Nótese que aún no aparece Sancho Panza.
Espero lo disfruten.

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Capítulo I. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha

Iniciamos con las famosas y mágicas palabras que nos presentan a Don Quijote:
“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Consumían su hacienda una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más de las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos.
Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte y un mozo de campo y plaza. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.
Este sobredicho Hidalgo, los meses que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías que leer
Y de todos, ninguno le parecía tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva,
Y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito:
La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura
Con estas razones perdía el caballero el juicio, y desvélabase pro entenderlas y densentrañarles el sentido.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Baula; mas maese Nicolas, el barbero del mismo pueblo, decia que ninguno llegaba al Caballero del Febo.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura que se le pasban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que la pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imagínabase el pobre ya coronado, por el valor de su brazo, por lo menos, del Imperio de Trapisonda, y así, con estos agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiòlas y aderezòlas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada (pieza de la armadura que servía para proteger la cabeza) de encaje, sino morrión simple (armadura de la parte superior de la cabeza, hecha en forma de casco), mas a esto lo suplió su industria porque de cartones hizo un modo demedia celada, que, encajada con e morrión, hacía una apariencia de celada entera. Para probar si era fuerte, sacó su espada y le dio dos golpes y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo poniéndole unas barras de hierro por dentro. La tuvo por celada de fínismo encaje.
Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría.
Después de muchos hombres que formó, borró, quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo; y en este pensamiento duró ocho días y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde queda dicho que se debía llamar Quijada y no Quesada. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y así se llamó Amadís de Gaula, así quiso como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse Don Quijote de la Mancha.
Limpias, pues sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse.
Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo. Llámabase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle el título de señora de sus pensamientos, y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso.

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