jueves, 29 de abril de 2010

Capítulo IX.- Donde se concluye y da fin a la estupenda aventura que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron

Después de la aventura con los molinos de viento, Sancho y don Quijote iban camino a Puerto Lapide. Asomaron por el camino dos frailes de la orden se San Benito. Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo y tres mozos de mulas a pie. Venía en el coche una señora vizcaína que iba a Sevilla. No venían los frailes con ella, aunque iban por el mismo camino. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo a su escudero:
--Ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos que allí parecen deben ser, sin duda, algunos encantadores, que llevan hurtada una princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
--Peor será esto que lo de los molinos de viento –dijo Sancho--. Mire señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
Se adelantó y se puso a la mitad del camino por donde los frailes venían, y en voz alta dijo:
--Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir presta muerte por justo castigo de malas obras.
--Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
Sin esperar más respuesta, don Quijote picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo, aun mal herido, si no cayera muerto.
El segundo religioso, que vio el modo en que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula y corrió más ligero que el mismo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y le preguntaron por qué le desnudaba. Respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían de despojos ni batallas, viendo que don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento ni sentido.
Don Quijote estaba hablando con la señora del coche, diciéndole:
--Porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho.
Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno, el cual no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo en mala lengua castellana y peor vizcaína, de esta manera:
--Anda, caballero que mal andes; ¡Por dios que me crió que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno!
Don Quijote arrojó la lanza al suelo, sacó su espada, embrazó su rodela y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida.
El vizcaíno no pudo hacer otra cosa que sacar su espada; pero avínale bien que estaba junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo.
El primero que descargó el golpe fue el colérico vizcaíno, con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas la tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que, aunque se la acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.
La rabia entró en el corazón de nuestro manchego, se alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que cayó y comenzó a echar sangre por las narices y por la boca y por los dos oídos. Don Quijote llegó hasta él y, poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; sino, que le cortaría la cabeza. Las señoras del coche le pidieron con mucho encarecimiento que les hiciese la merced de perdonarle la vida a su escudero. A lo cual don Quijote accedió, con la condición de que el caballero prometiese ir al Toboso y presentarse ante Dulcinea.

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