lunes, 2 de abril de 2012

La primera salida de Don Quijote

Don Quijote de la Mancha perdía el juicio leyendo día y noche sus libros de Caballería. Tomó sus armas, se fabricó una celada, le puso el nombre de Rocinante a su caballo y decidió que Aldonza Lorenzo sería su enamorada. La nombró Dulcinea del Toboso.


Quién fuera como nuestro entrañable personaje, que deja su zona de confort (como dicen los expertos en capital humano, en todas las empresas) y decide lanzarse a su aventura, a vivir la realidad de las historias que tanto fantaseaba.

Ahora les platico de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso hidalgo:


Don Quijote no quiso aguardar más tiempo y así, sin dar cuenta a nadie de su intención, y sin que nadie lo viese, una mañana (uno de los calurosos días del mes de julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuanta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a la Ley de la Caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros de caballería.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese.
Al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta que fue como si viera una estrella.
Estaban a la puerta dos mujeres mozas, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava.
A poco trecho de la venta (que a él le parecía castillo) detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiera entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo.
Vio a las dos distraídas mozas, que a él le parecieron dos hermosas doncellas que se estaban solazando a las puertas del castillo. En esto sucedió que un porquero, que andaba recogiendo una manada de puercos, tocó un cuerno, a cuya señal los animales se recogen, y al instante e le representó a Don Quijote que algún enano hacía señal de su llegada.
Las damas, al ver venir a un hombre de aquella suerte armado, llenas de miedo iban a entrar a la venta, pero don Quijote alzó la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoso rostro, con voz reposada les dijo:
--No huyan vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, que la orden de caballería que yo profeso no hace daño, cuanto más a tan altas doncellas.
Las mozas, al oírse llamar doncellas, no pudieron contener la risa. El lenguaje y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo. Salió el ventero, quien habló comedidamente y le dijo:
--Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho porque en esta venta no hay ninguno, todo lo demás lo hallará en abundancia.
Viendo Don Quijote la humildad del alcalde de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero), respondió:
--Para mí, señor castellano, cualquier cosa basta, porque mis arreos son las armas y mi descanso el pelear.
El ventero fue a tener del estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad, como aquel que en todo el día no había desayunado. Luego el caballero le dijo que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo.
Las mozas estaban desarmando a Don Quijote y aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes y era menester cortarlas, porque no podían quitar los nudos, mas él no quiso consentir en ninguna manera; y así se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar.
Era viernes y no había en toda la venta sino unas raciones de pescado. Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y el ventero le dio una porción del mal remojado y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de gran risa verlo comer, porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía. Mas el darle de beber no hubiera sido posible, si el ventero no horadara una, caña y puesto un cabo en la boca, por el otro le iba echando vino. En eso llegó a la venta un castrador de puercos y sonó su silbato, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música, que el pescado era trucha; las rameras, damas y el ventero, castellano del castillo. Mas lo que le fatigaba era el no verse armado caballero.

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