viernes, 6 de abril de 2012

Cuando tratas de ayudar a un indefenso y lo dejas peor

Este es uno de los grandes pasajes de la historia de Don Quijote.
¿Quién, con la mejor de las intenciones, no ha tratado de ayudar a un desvalido, sólo para hacer más grande su desgracia?

A mí en lo personal me ha pasado. Pero no puedo evitar meterme cuando veo una injusticia.

***

Don Quijote escuchó que de la espesura del bosque salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba. Y a pocos pasos que entró por el bosque vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, de unos 15 años, que era el que las voces daba, porque un labrador le estaba dando con una pretina muchos azotes, y a cada azote acompañaba con una reprensión y decía:
--La lengua queda y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
--No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y don Quijote, viendo lo que pasaba, con voz airada dijo:
--Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defenderse no puede. Subid sobre vuestro caballo, tomad vuestra lanza, que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto y con buenas palabras respondió:
--Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un criado que me sirve cuidando una manada de ovejas que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, dice que lo hago de miserable, por no pagarle, y Dios y mi alma saben que miente.
--¿Miente delante de mí, ruin villano? –dijo Don Quijote—Por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza; pagadle luego sin más réplica. Desatadlo luego.
El labrador bajó la cabeza y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y dijóle al labrador que al momento desembolsase los sesenta y tres reales, si no quería morir por ello. El medroso villano respondió que no eran tantos, porque se le habían de descontar tres pares de zapatos que le había dado, un real, y dos sangrías que le había dado estando enfermo.
--Bien está todo esto –respondió don Quijote--; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotones que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que pagaste, vos le habéis roto el de su cuerpo; y si el barbero le sacó sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que, por esta parte, no os debe nada.
--El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dinero; véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se les pagaré un real sobre otro.
--¿Irme yo con él? –dijo el muchacho—más? No señor, ni pensarlo, porque, en verdad viéndome solo, me desollará.
--No hará total –replicó don Quijote--; basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré libre y aseguraré la paga.
--Mire vuestra merced lo que dice –dijo el muchacho--, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar.
--Hacedme el placer de veniros conmigo –respondió el labrador—que yo juro por todas las órdenes de caballerías que hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro.
--Con eso me contento –dijo don Quijote—y mirad que lo cumpláis; si no, os juro que he de volver a buscaros y os tengo que hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, sabed que soy el valeroso don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.
Diciendo esto, picó a Rocinante y se apartó de ellos. El labrador lo siguió con los ojos y cuando vio que ya no parecía por el bosque, volviese a su criado Andrés y le dijo:
--Venid acá hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel caballero me dejó mandado. Pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y asiéndolo del brazo, tornó a atarlo a la encina, donde le dio tantos azotes que lo dejó por muerto.
--Llamad, Andrés, ahora al deshacedor de agravios y verás como no deshace éste. El labrador lo desató y Andrés partió llorando, mientras su amo se quedó riendo.

martes, 3 de abril de 2012

La graciosa manera en que Don Quijote fue armado caballero


-->Lo que más anhelaba Don Quijote era verse armado caballero. Ven la graciosa manera en la que el ventero --que él creía era dueño de un castillo-- cumplió con el rito,Se van a reír un buen rato, lo garantizo.



Don Quijote llamó al ventero y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:
--No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.
El ventero, al ver a su huésped a sus pies, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacer ni decir y porfiaba con él en que se levantase; y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba lo que le pedía.
--No esperaba yo menos, señor –respondió don Quijote--; y así os digo que el don que os he pedido, es que mañana, me habéis de armar caballero; y esta noche, en la capilla de este vuestro castillo, velaré las armas, y mañana se cumplirá lo que tanto deseo.
El ventero, que era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de darle semejantes razones; y por tener que reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así le dijo que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que él sabía que se podían velar dondequiera que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caballero.
El ventero le preguntó si traía dineros; respondió don Quijote que no traía banca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído.
Así se dio luego la orden de velar las armas en un corral grande que un lado de la venta estaba; y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
El ventero contó a todos la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Fueron a mirar desde lejos y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas.
Antojósele a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual viéndole llegar, en voz alta le dijo:
--¡Oh, tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
El arriero no hizo caso, antes, trabando de las correas las armas, las arrojó a gran trecho de sí. Lo cual, visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y puesto el pensamiento en su señora Dulcinea, dijo:
--Socorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece.
Y diciendo estas y otras semejantes razones, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, maltrecho. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.
Llegó otro arriero con la misma intención de dar agua a sus mulos, y llegando a quitar las armas de la pila, sin hablar don Quijote palabra, alzó otra vez la lanza y se la descargó sobre la cabeza. Al ruido acudió la gente de la venta, y los compañeros de los heridos comenzaron desde lejos a lanzar piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía se defendía con su adarga, y no osaba apartarse de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba voces que lo dejasen, porque ya les había dicho que estaba loco. Don Quijote también gritaba, llamándolos alevosos y traidores y decía que el señor del castillo era un mal nacido pues consentía que de esa manera tratasen a los andantes caballeros.
Decía eso con tal brío, que le dejaron de tirar piedras y él permitió retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
El posadero decidió apresurar el trámite y le dijo que para lo que restaba hacer para quedar armado caballero consistía en la pescozada y el espaldarazo y que aquello se podía hacer en mitad del campo.
El ventero trajo un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos doncellas, vino a donde estaba don Quijote, lo mandó hincar de rodillas y leyendo en su manual (como que decía una devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano, y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, mientras la otra le calzaba las espuelas.
Hechas, pues de galope y prisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a Rocinante subió en él, y abrazando a su huésped le agradeció la merced de haberle armado caballero.

lunes, 2 de abril de 2012

La primera salida de Don Quijote

Don Quijote de la Mancha perdía el juicio leyendo día y noche sus libros de Caballería. Tomó sus armas, se fabricó una celada, le puso el nombre de Rocinante a su caballo y decidió que Aldonza Lorenzo sería su enamorada. La nombró Dulcinea del Toboso.


Quién fuera como nuestro entrañable personaje, que deja su zona de confort (como dicen los expertos en capital humano, en todas las empresas) y decide lanzarse a su aventura, a vivir la realidad de las historias que tanto fantaseaba.

Ahora les platico de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso hidalgo:


Don Quijote no quiso aguardar más tiempo y así, sin dar cuenta a nadie de su intención, y sin que nadie lo viese, una mañana (uno de los calurosos días del mes de julio), se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuanta facilidad había dado principio a su buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero y que, conforme a la Ley de la Caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros de caballería.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese.
Al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo, vio, no lejos del camino por donde iba, una venta que fue como si viera una estrella.
Estaban a la puerta dos mujeres mozas, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava.
A poco trecho de la venta (que a él le parecía castillo) detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiera entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo.
Vio a las dos distraídas mozas, que a él le parecieron dos hermosas doncellas que se estaban solazando a las puertas del castillo. En esto sucedió que un porquero, que andaba recogiendo una manada de puercos, tocó un cuerno, a cuya señal los animales se recogen, y al instante e le representó a Don Quijote que algún enano hacía señal de su llegada.
Las damas, al ver venir a un hombre de aquella suerte armado, llenas de miedo iban a entrar a la venta, pero don Quijote alzó la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoso rostro, con voz reposada les dijo:
--No huyan vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, que la orden de caballería que yo profeso no hace daño, cuanto más a tan altas doncellas.
Las mozas, al oírse llamar doncellas, no pudieron contener la risa. El lenguaje y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo. Salió el ventero, quien habló comedidamente y le dijo:
--Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho porque en esta venta no hay ninguno, todo lo demás lo hallará en abundancia.
Viendo Don Quijote la humildad del alcalde de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero), respondió:
--Para mí, señor castellano, cualquier cosa basta, porque mis arreos son las armas y mi descanso el pelear.
El ventero fue a tener del estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad, como aquel que en todo el día no había desayunado. Luego el caballero le dijo que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo.
Las mozas estaban desarmando a Don Quijote y aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes y era menester cortarlas, porque no podían quitar los nudos, mas él no quiso consentir en ninguna manera; y así se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar.
Era viernes y no había en toda la venta sino unas raciones de pescado. Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y el ventero le dio una porción del mal remojado y peor cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de gran risa verlo comer, porque como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía. Mas el darle de beber no hubiera sido posible, si el ventero no horadara una, caña y puesto un cabo en la boca, por el otro le iba echando vino. En eso llegó a la venta un castrador de puercos y sonó su silbato, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música, que el pescado era trucha; las rameras, damas y el ventero, castellano del castillo. Mas lo que le fatigaba era el no verse armado caballero.

domingo, 1 de abril de 2012

Don Quijote en 2012

Una vez leí que abril es el mes en el que hay que leer --y releer-- a Don Quijote.

Por eso retomo el reto de releer a Don Quijote de la Mancha y de postear en este blog y en Twitter las partes que más me gustan del que para mí es el mejor libro jamás escrito en Español.

A quienes no lo han leído, los invito a conocerlo. Van a pasar de la risa a la reflexión.

Don Quijote fue publicado al inicio del siglo XVII; entonces la literatura estaba plagada de los famosos libros de caballería. Miguel de Cervantes, con nuestro entrañable personaje que estaba "loco", ridiculizó esas famosas historias.

Hoy estamos en el reinado de los medios electrónicos, que son los que marcan la pauta a la sociedad, como los libros de caballería lo hacían cuando Cervantes escribió nuestra historia. Qué falta nos hace un personaje como Don Quijote, para vernos al espejo.

Empecemos conociendo a nuestro personaje y las primeras palabras de nuestra famosa historia:


“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Frisaba la edad de nuestro hidalgo los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.

Tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana.

Este sobredicho Hidalgo, los meses que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías que leer.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura que se le pasban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que la pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imagínabase el pobre ya coronado, por el valor de su brazo, por lo menos, del Imperio de Trapisonda, y así, con estos agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada (pieza de la armadura que servía para proteger la cabeza) de encaje, sino morrión simple (armadura de la parte superior de la cabeza, hecha en forma de casco), mas a esto lo suplió su industria porque de cartones hizo un modo demedia celada, que, encajada con e morrión, hacía una apariencia de celada entera. Para probar si era fuerte, sacó su espada y le dio dos golpes y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de nuevo poniéndole unas barras de hierro por dentro. La tuvo por celada de fínismo encaje.

Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría.
Después de muchos hombres que formó, borró, quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo; y en este pensamiento duró ocho días y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde queda dicho que se debía llamar Quijada y no Quesada. Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y así se llamó Amadís de Gaula, así quiso como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse Don Quijote de la Mancha.

Limpias, pues sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse.

Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo. Llámabase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle el título de señora de sus pensamientos, y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso.