martes, 8 de junio de 2010

La batalla de don Quijote con unos cueros de vino tinto

Don Quijote y su grupo llegaron a la venta, asombro y espanto de Sancho Panza, y aunque él no quisiera entrar, no pudo huir. El ventero, su mujer, su hija y Maritornes salieron a recibirlos, con mucha alegría. Don Quijote pidió que le prepararan un lecho, porque venía muy quebrantado. Así lo hicieron y él se acostó de inmediato.
El cura y el ventero discutieron sobre los libros de caballerías que habían sido la causa de la locura de don Quijote. El ventero pidió a su hija que le llevara una maleta llena de libros y papeles escritos y encontraron allí la Novela del Curioso Impertinente, donde se relata la historia de Anselmo, un hombre rico que tenía una esposa perfecta llamada Camila y Lotario, el mejor amigo de Anselmo. El marido quería probar qué tan fiel era su mujer, así que urdió un plan para que su amigo enamorara a la esposa, pero víctima de su propia trampa termina quitándose la vida.
Mientras leían la novela, del camaranchón donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo a voces:
--Acudan, señores, y socorran a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén, como si fuera nabo!
--¿Qué dices, hermano? --dijo el cura, dejando de leer la novela.
En eso oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a voces:
--Tente ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra.
Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho:
--No tienen que pararse a escuchar, sino entren a departir la pelea o a ayudar a mi amo, aunque ya no será menester porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida; que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino.
-Que me maten --dijo a su sazón el ventero-- si don quijote o don diablo no ha dado una cuchillada en algunos de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe ser lo que le parece sangre a este buen hombre.
Y con esto, entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron a don Quijote en el más extraño traje del mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida, que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos, las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias, tenía en la cabeza un bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero, en el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el porqué, y en la derecha desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante. Y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y que estaba en la pelea con su enemigo; y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino. Lo cual, visto por el ventero , tomó tanto enojo que arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el cura no e lo quitaran, él acabara la guerra del gigante; y con todo aquello no despertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trajo un grn caldero de agua fría del pozo y se la echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote.
Dorotea, que vio cuán corta y sutilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla.
Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y como no la hallaba, dijo:
--Ya sé que todo lo de esta casa es encantamiento y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mismos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una fuente.
--¿Qué sangre ni que fuentes dices, enemigo de Dios y de sus santos? –dijo el ventero-- ¿No ves, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cuernos que aquí están horadados, y el vino tinto, que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó?
--No sé nada –respondió Sancho—sólo sé que vendré a ser tan desdichado que, por no hallar esta cabeza, se me ha de deshacer mi condado como la sal en el agua.
El cura sosegó al ventero, prometiendo satisfacerle su pérdida de los cueros como del vino.

lunes, 7 de junio de 2010

CAPÌTULO XXXI.- De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos

¿Alguna vez te han pillado en una mentira?
Si has mentido por piedad a alguien, y te pregunta detalles de lo que estás contando, ya no sabes ni por dónde salir de la plática. Eso le pasó a Sancho Panza, quien inventó que había entregado una carta de Dulcinea; en realidad nunca la había visto ni la conocía. Mejor les platico


CAPÌTULO XXXI.- De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos


El cura y el barbero amigos de don Quijote encontraron la manera de hacer volver a la aldea al caballero andante: Dorotea, una hermosa joven que conocieron en el camino, aceptó hacerse pasar por una doncella menesterosa y pidió a nuestro caballero que la protegiera de un gigante que le había usurpado su reino.
Caminaban en grupo don Quijote, Sancho, el cura, el barbero, Cardenio --otro joven que habían encontrado errante en la Sierra Morena--, y Dorotea. Don Quijote había mandado una carta de amor a Dulcinea, y le preguntaba a Sancho los detalles de cómo la había encontrado:
--¿Dónde y cómo hallaste a Dulcinea? ¿qué hacía? ¿qué le dijiste? ¿qué te respondió? ¿qué rostro hizo cuando leía mi carta?
--Señor, dijo Sancho, a decir verdad yo no llevé carta alguna.
-Así es como tú dices –dijo don Quijote—porque el librillo de memoria donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida., lo cual me causó gran pena, y creí que te volverías.
--Yo me la tomé de memoria cuando vuestra merced la leyó.
--¿Y la tienes todavía en la memoria? –dijo don Quijote.
--No, señor –respondió Sancho--, porque después que la di, como vi que no había de ser de más provecho, la olvidé.
--Todo esto no me descontenta, prosigue adelante –dijo don Quijote. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? Seguro la hallaste ensartando perlas o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
--No la hallé –respondió Sancho--, sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
--Pero pasa adelante. Cuando le diste mi carta, ¿la besó? ¿la puso sobre la cabeza? ¿hizo alguna ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
--Cuando yo se la iba a dar –respondió Sancho--, ella estaba ocupada con el trigo, y me dijo: “Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está”.
--¿Qué te preguntó de mí? ¿Qué le respondiste? –dijo don Quijote.
--Ella no me preguntó nada –dijo Sancho--; yo le dije de la manera que vuestra merced por su servicio quedaba haciendo penitencia, desnudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles, sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna.
--En decir que maldecía mi fortuna hiciste mal –dijo don Quijote--; porque antes la bendigo y la bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
--Tan alta es –respondió Sancho--, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto (medida, aproximadamente de cuatro pulgadas y media (unos 10 centímetros).
--Pues cómo –dijo don Quijote-- ¿Te has medido tú con ella?
--Me medí de esta manera –respondió Sancho—ayudándole a subir un costal a un jumento, llegamos tan juntos, que eché de ver que me llevaba un gran palmo.
--Y bien –prosiguió don Quijote-- ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
--No la leyó –dijo Sancho—porque no sabe leer ni escribir, antes la hizo pedazos, diciendo que no quería dársela a leer a nadie, porque no se supiesen sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia que por su causa se quedó haciendo.. Y finalmente me dijo que dijera a vuestra merced que le besaba las manos y que le mandaba pedir que saliese de esos matorrales y se dejase de hacer disparates y se pusiese luego en camino del Toboso, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Se rió mucho cuando le dije cómo se llamaba vuestra merced El Caballero de la Triste Figura. Le pregunté si había ido por allá El Vizcaíno y me dijo que sí; le pregunté por los galeotes mas me dijo que no había visto a ninguno por allá.
--Todo va bien hasta ahora –dijo con Quijote—pero dime, ¿Qué joya te dio para mí al despedirse por las nuevas que le llevaste?
--Antes fue así, ahora sólo sé que me dio un pedazo de pan y de queso –dijo Sancho.
--Es liberal en extremo –dijo don Quijote. ¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y viniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas. No se me hace dificultoso creer que algún sabio amigo te debió llevar en volandillas, sin que tú lo sintieses.
Pero dejando eso aparte, ¿qué te parece que debo hacer acerca de que mi señora me manda que la vaya a ver? Estoy obligado a cumplir su mandamiento, pero me veo imposibilitado por el don que he prometido a la princesa que con nosotros viene, y refuerza la ley de caballería a cumplir mi palabra.
--Eso está claro –respondió Sancho--, no se cure de ir por ahora a ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este negocio, que por Dios que se me asienta que ha de ser de mucha honra y mucho provecho.
En esto, el cura dio voces de que esperasen un poco, que querían detenerse a beber en una fuentecilla que allí estaba. Se detuvo don Qujote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto y temía que no le cogiese su amo a palabras; porque él sabía que Dulcinea era una labradora del Toboso, y no la había visto en toda su vida.

miércoles, 2 de junio de 2010

Capítulo XXX.- Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo.

Capítulo XXX.- Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo.

Cuando el cura dijo que los galeotes liberados lo habían asaltado, Sancho dijo:
--El que hizo esta hazaña fue mi amo, y no porque no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
--Majadero –dijo don Quijote--, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas, o por sus gracias, sólo retoca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el menguado humor de don Quijote y que todos hacían burla de él, no quiso ser para menos, y viéndole tan enojado, le dijo:
--Señor caballero, recuerde el don que me tiene prometido, y que, conforme a él no puede entrometerse en otra aventura; sosiegue vuestra merced el brazo, que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido liberados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aún se mordiera tres veces la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redundara.
--Yo callaré, señora mía –dijo don Quijote--, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, e iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido, pero, en pago de este buen deseo, os suplico me digáis cuál es la cuita y cuántas y quiénes son las personas de quien os tengo que dar debida, satisfecha y entera venganza.
Dorotea se acomodó en la silla, tosió, y con mucho donaire comenzó a decir de esta manera:
--Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí me llaman…
Se detuvo un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y dijo:
--Vuestra gran señoría se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomicón;…
-- Así es la verdad y mi padre se llamaba –respondió la doncella—Tinacrio el Sabidor, pero un descomunal gigante, señor de una gran ínsula que casi linda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por poner miedo y espanto a los que mira), me quitó mi reino y poderío, y dijo que podía excusar toda esta ruina y desgracia si me quisiere casar con él. Antes de morir, mi padre me dijo que me pusiese camino a España, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un caballero andante, cuya fama se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar si mal no me acuerdo, don Azote, o don Gigote.
--Don Quijote diría, señora –dijo Sancho Panza--, o por otro nombre, el Caballero de la Triste Figura.
--Así es la verdad –dijo Dorotea--. Dijo más: que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por Allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.
Oyendo esto, don Quijote dijo a su escudero:
--Ten aquí, Sancho hijo, ayúdame a desnudar; que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
--¿Pues para qué quiere vuestra merced desnudarse? –dijo Dorotea.
--Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo –respondió don Quijote.
--No hay para qué desnudarse –dijo Sancho--, que yo sé que tiene vuestra merced un lunar de esas señas en la mitad del espinazo, que es señal de hombre fuerte.
--Eso basta –dijo Dorotea.
Mientras esto pasaba, vieron venir por el camino donde ellos iban a un hombre caballero sobre un jumento, y cuando llegó cerca les pareció que era gitano; pero Sancho Panza, que doquiera que veía asnos se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre, cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía; el cual, por no ser conocido y por vender el asno, se había puesto en trajo de gitano. Viole Sancho y apenas le hubo visto y conocido, cuando a grandes voces dijo:
¡Ah, ladrón Ginesillo! ¡Deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo! ¡Huye, ladrón!
Ginés saltó y huyó, Sancho llegó a su rucio y abrazándolo, le dijo:
--¿Cómo has estado bien mío, compañero mío?