lunes, 31 de mayo de 2010

Del gracioso artificio que se tuvo en sacar a nuestro caballero de su penitenciay así como Dorotea

Sigamos con el capítulo XXIX de la novela, donde se cuenta cómo planearon
el cura y el barbero sacar a don Quijote de la Sierra Morena


La pastora terminó de contar su historia. Cardenio dijo:
--¿Tú eres la hermosa Dorotea, la hija del rico Cleonardo?
--¿Y quién sois vos, hermano, que sabéis el nombre de mi padre? Porque yo hasta ahora no lo he nombrado.
--Soy –respondió Cardenio—aquel sin ventura que, según vos señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el estado que estáis, me ha traído a que me veáis cual me veis: roto, desnudo, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor, falto de juicio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó a oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo de ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que fue hallado en su pecho. YO os juro por la fe de caballero y de cristiano no desampararos hasta veros en poder de don Fernando.
El licenciado aprobó el buen discurso de Cardenio y, sobre todo, aconsejó y persuadió a Dorotea y Cardenio que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo buscar a don Fernando y cómo llevar a Dorotea a sus padres. El cura contó asimismo con brevedad la causa que allí los había traído, con la extrañeza de la locura de don Quijote.
En esto, todos oyeron voces y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Sancho les dijo que había hallado a don Quijote desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea.
El cura y el barbero contaron su plan para regresar a don Quijote a la aldea y Dorotea dijo que ella haría la doncella menesterosa, y más que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que le dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballería y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas, cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.
A todos contentó la mucha gracia, donaire y hermosura de Dorotea, y confirmaron a don Fernando de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba; pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecererle (como era verdad)que en todos yos días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan hermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
--Esta hermosa señora –respondió el cura-— Sancho hermano, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le deshaga un entuerto o agravio que un mal gigante le tiene hecho; y la fama que de buen caballero vuesrto amo tiene por todo loo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta princesa.
Sancho preguntó cómo se llamaba la princesa.
--Llámase –respondió el cura—- la princesa Micomincona porque llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así. Sancho quedó tan contento, como el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo.
Tres cuartos de legua habían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y así como Dorotea lo vio, y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, apeándose llegó junto al caballero andante y con gran desenvoltura se fue a hincar de rodillas y aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse le habló:
--De aquí no me levantarçeé oh valeroso y esforzado caballero, hasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don.
--No os responderé palabra, hermosa señora --respondió don Quijote-- ni oiré más cosas, hasta que os levantéis de esta tierra.
--No me levantaré, señor- --respondió la afligida doncella--, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido.
--YO lo otorgo y concedo --respondió don Quijote--
Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy despacito le dijo:
--Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo y ésta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
Don Quijote preguntó a Dorotea cuál era el don que pedía.
--Que vuestra merced se venga luego conmigo donde yo le llevare y me prometa que no se ha de entrometer en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino.
--Digo que sí lo otorgo --respondió don Quijote.
La menesterosa doncella quería besarle las manos, mas don Quijote no lo consintió.
Cardenio y el cura miraban desde lejos y no sabían qué hacer para juntarse con los demás, pero éste sacó unas tijeras y con mucha presteza quietó la barba a Cardenio, y lo vistió con un capotillo pardo que él traía. Luego salieron al camino y así como don Quijote los vio, dio señales de que reconoció al cura.
Don Quijote dijo: déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a caballo y una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
El cura respondió que le bastaría subir en las ancas de una de las mulas. Después don Quijote le preguntó la causa que lo había llevado a esas tierras.
El cura respondió que iba a Sevilla con el barbero a cobrar cierto dinero que un pariente le había enviado opero que le habían salido al encuentro cuatro salteadores que les quitaron todo.
Sancho les habia contado al cura y al barbero la aventura de los galeotes, mientras a Don Quijote se le mudaba el color, y no osaba decir qué él había sido el libertador de aquella gente.

domingo, 30 de mayo de 2010

La agradable aventura que al cura y al barbero les sucedió en la misma sierra

Capítulo XXVIII.- Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la misma sierra


Felícisimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo al audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación, como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios de ella que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia.
La historia cuenta que, así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes, acentos decía:
-¡Ay Dios! ¡Si será posible que ya he hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada de este cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo!.
El cura, Cardenio y el barbero, ocultos detrás de un peñasco, vieron sentado al pie de un fresno a un mozo, vestido como labrador, que tenía inclinado el rostro a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría. Ellos llegaron en silencio. Les sorprendió la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes.
El mozo se quitó la montera y sacudiendo la cabeza a una y otra parte, comenzó a mostrar unos cabellos que pudieran los rayos del sol tenerles envidia. Con esto vieron que el labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda.
Los hombres hicieron ruido y la hermosa moza alzó la cabeza y apartándose los cabellos, se levantó y sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto de ropa y quiso huir. Mas no hubo dado seis pasos, que no pudiendo sufrir los delicados pies las asperezas de las piedras, dio consigo en el suelo.
--Deteneos, señora, quienquiera que seáis; que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huída, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
Ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:
--Perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
Ella dio un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
--En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en España; éste tiene dos hijos; el mayor, heredero de su estado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. De ese señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo.
Don Fernando, el hijo menor del duque, puso sus ojos en mí...
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó el color del rostro y comenzó a trasudar y se quedó quieto mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién era ella, la cual sin advertir los movimientos de Cardenio, prosiguió con su historia y contó que su nombre era Dorotea y que una doncella dejó pasar una noche a su habitación a don Fernando, quien le dio un anillo y le prometió matrimonio. Después de esa noche don Fernando no apareciò y pocos días se dijo en el lugar que en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, que se llamaba Luscinda.
Oyó Cardenio el nombre e Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas y dejar caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas, mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento., diciendo:
--Llegó esta triste nueva a mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón, fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que poco faltó para o salir a las calles dando voces de la traición que se me había hecho. Esa misma noche me puse en este hábito de pastor, tomé un vestido y algunas joyas y dineros, y le rogué a un zagal que me acompañase hasta la ciudad donde se hallaba don Fernando.
Llegando pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y me contaron todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija: la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de ella haber dado el sí de ser su esposa, se desmayó y llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la obediencia de sus padres. Daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había quitado la vida. A don Fernando pareciále que Luscinda le había burlado y escarnecido, así que arremetio a ella y con la misma daga que le hallaron la quiso dar de puñaldas, y lo hiciera si sus padres y los que se hallaban presentes no le estorbaran. Supe que Cardenío se halló presente en los desposorios y que viéndola desposada, se salió de la ciudad, dejándole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba a donde gentes no le viesen. En la ciudad todos hablaban de ello, y todos supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres y nadie sabía dónde hallarla.
Estando pues en la ciudad, viendo como hallar a don Fernando, llegó a mis oídos un pregón, donde se prometía recompensa a quien me hallara, donde se daba las señas de la edad y del mismo traje que traía, y se decía que me habia sacado de casa de mis padres el que conmigo vino, cosa que me llegó al alama, por ver cuan caído andaba mi crédito. Al oír el pregón, me salí de la ciudad con mi criado, fiel y seguro hasta entonces, que así me vio en esa soledad, quiso aprovecharse de la ocasión, y con mis pocas fuerzas dí con él por un derrumbadero, donde le dejé, no sé si muerto, y luego me entré por estas montañas, para huir de mi padre y de los que me estaban buscando.

jueves, 27 de mayo de 2010

El cura y el barbero amigos de don Quijote se disfrazan para persuadirlo de que regrese a su aldea y en el camino conocen a Cardenio

Capítulo XXVII

De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia


El cura y el barbero pusieron manos a la obra en su plan para hacer a don Quijote regresar a su aldea. Pidieron a la dueña de la venta una túnica y una toca para cubrir la cabeza del barbero que se vestiría de mujer. Salieron de la venta, el cura vestido de escudero de la supuesta dama y cuando Sancho los vio no pudo contener la risa, así que decidieron guardar la ropa y vestirse hasta llegar donde estaba el Caballero de la Triste Figura.
El cura instruyó a Sancho en lo que le diría a don Quijote: que Dulcinea había recibido la carta y que por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so pena de la de su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella. Los dos hombres decidieron esperar en un prado, ya con la vestimenta de dama y escudero. De pronto oyeron los cantos de un enamorado, se acercaron y encontraron al hombre del que les había hablado Sancho.
Cardenio recitaba sus penas de amor por Luscinda. El cura le pidió que les contara su historia, (ya Sancho les había contado algo). Así llegó a la parte de su amigo Don Fernando le aseguró que pediría la mano de Luscinda para que se casara con Cardenio, pero al mismo tiempo lo envió fuera por ocho días, por dinero para comprar caballos.
Al cuarto día que Cardenio llegó a la casa de don Fernando llegó un hombre con una carta y un pañuelo envuelto que contenía un anillo. Luscinda le contaba como don Fernando la había pedido en matrimonio pero para él, no para Cardenio. El enamorado regresó de improviso y encontró a su amada vestida de novia para casarse con otro. Escondido, presenció la ceremonia hasta el momento en que oyó a Luscinda decir “sí quiero” cuando le preguntaron a ella si aceptaba por esposo a don Fernando. Por eso, dijo Cardenio al cura y al barbero amigos de don Quijote, el joven se había adentrado en la Sierra Morena, esperando la muerte.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Siguen las locuras de don Quijote en Sierra Morena y Sancho lleva una carta a Dulcinea

Capítulo XXVI.- Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierra Morena.


Hoy les platico cómo don Quijote imitaba a los caballeros andantes que se internaban en las sierras para hacer penitencia en honor de sus amadas. Van también las graciosas charlas de Sancho


Don Quijote quedó en la Sierra Morena haciendo penitencias de enamorado. Rasgó una tira de sus camisa y con ésta hizo once nudos, uno más grande que los demás, y eso le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías.
Dejamos a don Quijote en su penitencia, para contar lo que le avino a Sancho Panza en su mandado de llevar una carta a Dulcinea. Llegó a la misma venta donde había ocurrido la desgracia de la manta –sintió otra vez como andaba por los aires-- y por ello prefirió quedarse afuera aunque estuviera muriendo de hambre.
El cura y el barbero, amigos de don Quijote, salieron de la venta y descubrieron a Sancho. Él les contó de corrido y sin parar las locuras que se quedó haciendo su amo y cómo llevaba una carta a Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta los hígados.
Los hombres el pidieron que mostrara la carta, Sancho se llevó la mano al pecho para descubrir que había olvidado el libro de memorias de Cardenio, donde don Quijote había escrito a su amada. Sin embargo presumió que la sabía casi de memoria y empezó:
--“Alta y sobajada señora…”
--No dirá –-dijo el barbero—sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
--Así es –dijo Sancho--; luego si mal no me acuerdo “el herido, el falto de sueño, besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa” y no sé qué decía de salud y enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo hasta que acababa en “Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura”.
Los dos hombres idearon un plan para ir con don Quijote y hacerlo volver a su aldea. Acordaron que el barbero se vestiría de doncella afligida y menesterosa, y le pediría un don, el cual no podría dejarle de otorgar, como caballero andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella a donde ella le llevase, a deshacerle un agravio que un mal caballero le tenía hecho, y que le suplicaba que no le mandase quitar su antifaz, y que de esta manera le sacarían de la sierra y lo llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía algún remedio su extraña locura.

lunes, 24 de mayo de 2010

Capítulo XXV.- Las extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha

En la Sierra Morena, Don Quijote imita las penas de amores de su admirado personaje Amadís de Gaula y nos dice quién es Dulcinea


Tras dejar al pastor que perdió la razón por la traición de su amigo y su amada, Sancho y don Quijote siguen su viaje por la Sierra Morena. Sancho le pide a su amo dejarlo hablar, pues le era imposible ir en silencio.
Sancho pregunta don Quijote por qué se alteró cuando el loco Cardenio dijo que la reina Madásima, personaje de la novela Amadís de Gaula, estaba amancebada con el maestro Elisabat, otro de los personajes.
--¿Qué le iba a vuestra merced que aquel abad fuese amigo o no de la reina Magimasa, o como se llame? –dijo Sancho.
--Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean –respondió don Quijote.
El caballero le dijo a Sancho que iban por la Sierra Morena no sólo en busca de Cardenio para conocer el resto de su historia, sino porque quería realizar una hazaña.
--¿Y es de mucho peligro? –preguntó Sancho.
--No --respondió el de la Triste Figura--, todo depende de tu diligencia. Porque si vuelves presto de donde pienso enviarte, pronto se acabará mi pena. Quiero que sepas, Sancho, que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Y una de las cosas en las que este caballero más mostró su prudencia, valor, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la Señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, cambiando su nombre a Beltenebros. Así que me es a mí más fácil imitarle en esto, que en matar gigantes, descabezar serpientes, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamientos. Y estos lugares son acomodados para semejantes efectos, no hay para qué dejar pasar la ocasión.
--¿Qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este remoto lugar? –preguntó Sancho.
--Loco soy, loco he de ser hasta que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea.
Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña. Corría por su falda un arroyuelo y un verde prado. Ese sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia. Después pidió Sancho el libro de memorias de Cardenio para escribir la carta. Y dijo a Sancho:
—A lo que yo me acuerdo, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía porque mis amores y los suyos han sido siempre platónico, sin extenderse más que un honesto mirar. Y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aún podrá ser que de estas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba; tal es el recato y encerramiento con que su padre, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
¡Ta, Ta! –dijo Sancho--. ¿Qué la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
--Ésa es—dijo Don Quijote—y merece ser señora de todo el universo.
--Confieso a vuestra merced –dijo Sancho— que hasta aquí he estado en una grande ignorancia, que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea había de ser una princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así del vizcaíno como de los galeotes, pero bien considerado ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo, la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante de ella los vencidos que vuestra merced envía? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen ella estuviera rastrillando lino, o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y se enfadase del presente.
Don Quijote escribió una carta a Dulcinea y le pidió a Sancho que le viese hacer en cueros una o dos docenas de locuras, para que le fuera a contar a la dama. Y desnudándose con toda prisa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Don Quijote conoce a un pastor que enloqueció porque un amigo le robó a su amada

Capítulo XXIV.- Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena

El hombre que había encontrado don Quijote en la Sierra Morena, medio desnudo, agradeció a don Quijote la cortesía con que lo había tratado. Nuestro caballero le preguntó quien era y pidió que le dijera las causas por las que había decidido vivir y morir en la sierra, como bruto animal.
--Y juro --dijo don Qujijote-- por la orden caballería que recibí, aunque indigno y pecador, si me complacéis, de serviros con las veras a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia, si tiene remedio, ora ayundándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque pidió algo de comer y al terminar les hizo señas de que le siguiesen, los llevó a un verde prado y llegando a él se tendió en el suelo, y los demás hicieron lo mismo. El Roto, despuès de haberse acomodado en su asiento, dijo:
--Si gustáis, señores, que os diga mis desventuras, habés de prometer de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, interrumpireis el hilo de mi triste historia, porque en el punto que lo hagáis, en ese se quedará lo que fuere contando.
Don Quijote le prometió, en nombre de los demás, y el mozo comenzó de esta manera:
--Mi nombre es Cardenio, mi patria, Andalucía; mi linaje, noble: mis padres, ricos; mi desventura, tanta, que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza. Vivía en esta misma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía.
A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí, con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitiía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba, porque bien veían que no podía tener otro fin que el de casarnos, . Creció la edad, y con ella el amor entre ambos. La pedí a su padre por legítima esposa, a lo que él me respondió que mi padre estaba vivo y a él le tocaba el justo derecho de hacer aquella demanda. Al tiemo que entré en un aposento dondde estaba mi padre, le hallé con un acarta abierta en la mano, me la dio y me dijo: "Por esa carta vwerás, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerme merced!". En la carta le pedía que me enviase luego donde él estaba, que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo mayor. Enmudecí al oir a mi padre decir: "De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del Duque, y da gracias a Dios que te va abriendo caminio por donde alcances lo que yo sé que mereces".
LLegó el término de mi partida, hablé con Luscinda una noche, le dije lo que pasaba y lo mismo hice con su padre, suplicándoles esperaran mi regreso. Los dos prometieron. Llegué donde el duque Ricardo, y conocí a su hijo Fernando, mozo gallardo, gentil, liberal y enamorado que en poco tiemño quiso que yo fuese su amigo. Don Fernando querìa bien a una labradora, vasalla de su padre, recatada, hermosa, discreta y honesta, a quien le dio palabra e ser su esposo. Tiempo después e dijo que no hallaba otro mejor remedio paa apartar de la memoria la hermosura de la moza, que ausentarse por algunos meses, y quería que los dos viniésmemos a casa de mi padre, a vender unos caballos
Ya cuanod él me dijo esto, según supe, había gozado a la labradora con titulo de esposo, y esperaba ocasión de ponerse a salvo, temeroso de lo que el duque haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues, que venimos a mi ciudad, y por la amistad que don Fernando mostraba, pensé que no le debía encubrir nada. Así que le hablé de la hermosura, donaire y discreción de Luscinda, de tal manera que mis alabanzas movieron en él deseos de querer ver a la doncella, una noche se la enseñé a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos. Él la vio, y enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto y, finalmente, tan enamorado. Un día quiso la fortuna que yo hallase un escrito suyo, pidiéndome que la pidiese a su pdare por esposa, Procuraba don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba, y los que ella me respondía. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías, de que ella era muy aficionada, que era el de "Amadís de Gaula..."
No bien hubo oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo:
--Con que me dijera vuestra merced que Luscinda era aficionada a libros decaballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento. Perdóneme vuestra merced haber contravendio lo que prometimos de no interrumpir su plática. Así que perdón y prosiga.
En tanto don Quijote hablaba, Cardenio agachó la cabeza sobre el pecho, dando muestras de etar prodfufundamente pensativo. Dos veces le dijo don Quijote que prosiguiese su historia, pero al cabo de un buen rato, se levantó y dijo y habló de los personajes de Amadís de Gaula:
--NO se me puede quitar del pensamiento --dijo Cardonio-- sino que aquel bellaconazxo del maestro Elisaat estaba amnancebado con la reina Madásima.
-Eso no,!voto as tal!, respondió con mucha cólera don Quijtoe, mientes como gran bellaco.
Cardenio, al verse tratado de bellaco, alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en el pecho tal golpe a don Quijote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco ocn el puño cerrado, y el Roto lo recibió de tal suerte, que con una puñada lo tiró, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas. Un cabrero quiso defender a Sancho, pero corrió con la misma suerte. Y Cardenio, despuès de dejar a todos rendidos y molidos, los dejó y se fue a emboscarse en la montaña.
Don Quijote preguntó al cabrero si sería posible hallar a Cardenio, porque quedó con grandísimo deseo de saber el fin de su historia. El cabrero dijo que no, pero que si permanecía por esos contornos, no dejaría de hallarlo.

lunes, 17 de mayo de 2010

De lo que aconteció a don Quijote en Sierra Morena

Capítulo XXIII. De lo que aconteció a don Quijote en Sierra Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan


Viéndose tan malparado por los presos a los que había liberado, don Quijoter dijo a su escudero:
--Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villlanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre, pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante.
Sancho estaba preocupado por que los hallara la Santa Hermandad, así que convenció a don Quijote de adentrarse en la Sierra Morena hasta llegar a Almodóvar del Campo. Iban caminando cuando don Quijote halló una maleta y un cojín asido a ésta, medio podridos. El caballero envió a su escudero a ver qué contenía la maleta, así halló cuatro camisas, una carta de amor y varios sonetos y, envueltos en un pañuelo, un buen montoncillo de escudos de oro.
--!Bendito sea el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho! --dijo Sancho. Don Quijote le dijo que tomase el dinero y se lo quedara.
SAncho dio por bien empleados los vuelos en la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, los puños del arriero, el robo del gabán, y toda el hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor.
Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién era el dueño de la maleta. Iba con esos pensamientos cuando vio por encima de una montañuela, que un hombre, a lo lejos, iba saltando de risco en risco. Iba desnudo, la barba, negra y espesa, los cabellos revueltos, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones, al perecer de terciopoelo leonado, mas tan hechos en pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes.
Don Quijote imaginó que ese hombre era el dueño de la maleta, así que determinó buscarlo.
A lo que Sancho respondió:
--Harto mejor sería no buscarle; porque si lo hallamos y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que se lo tengo que restituir.
En eso estaban, cuando a lo lejos vieron a un cabrero, a quien don Quijote llamó.
--Decidme buen hombre --dijo don Quijote--, ¿sabéis vos quien sea el dueño de estas prendas?
El hombre respondió que seis meses atrás llegó un grupo de pastores, entre los que iba el dueño de la maleta y el cojín, que se adentró en la sierra y no lo habían visto más, hasta que algunos días atrás había salido del camino y sin decir nada le arrebató toda su comida a uno de los cabreros.
Lo fueron a buscar y lo hallaron medio metido en el hueco de un gran alcornoque. Le rogaron que dijera quién era, pero él se limitó a pedirles perdón por lo que había tomado y terminó en llanto.
Los cabreros le dijeron a don Quijote que habían decidido llevar al joven a la villa de Almodóvar, para buscar a sus parientes. Quiso la suerte que en ese mismo instante apareciera. Don Quijote se apeó de Rocinante, y con gentel continente y donaire, lo fue a abrazar, y lo tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazosl

jueves, 13 de mayo de 2010

Don Quijote libera a unos presos

¡Ah!, la ingratitud.
El episodio de los presos que libera Don Quijote me recuerda a algunos que ayudé, salvé y defendí (aunque eran indefendibles) y me pagaron con la misma moneda que los presos a nuestro caballero. A Sancho Panza le robaron a su adorado asno, a mí, hasta las migajas.
Lo bueno es que sé que me esperan grandes aventuras como al caballero andante, Y a ellos...
Mejor sigamos con la historia:
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Capítulo XXII
De la libertad que dio Don quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir

Don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres a caballo y dos a pie. Los de a caballo, con escopetas; y los de a pie con dardos y espadas, y así como los vio Sancho, dijo:
--Ésa es la cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
Pues de esa manera –dijo don Quijote—aquí encaja la ejecución de mi oficio: deshacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
--Advierta vuesta merced –dijo Sancho— que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó en esto la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy buenas razones, pidió a los que iban de guarda que le dijesen las causas por las que iba aquella gente de esa manera.
Uno de los guardas respondió que eran galeotes, que iba a galeras, y que no había más que decir.

Don Quijote preguntó al primero de la cadena que por qué pecados iba de tan mala guisa. Èl respondió que por enamorado.
--¿Por eso nomás? --replicó don Quijote--. Pues si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ella.
--No son los amores como los que vuestra merced piensa --dijo el galeote--, que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertement, que a no quitármela la justicia por fuerza, aún ahora no la hubiera dejado por mi voluntad.
Lo mismo preguntó don Quijote al segundo preso, el cual no respondió palabra, según iba de triste y melancólico; mas respondió por él el primero, y dijo:ç
--Este, señor, va por canario, digo, por músico y cantor.
--Pues ¿cómo?-- repitió don Quijote--. ¿Por músicos y cantores van también a galeras?
--Sí señor --respondió el galeote--, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Mas uno de los guardias dijo:
--Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó, lo condenaron a seis años a galeras, amén de doscientos azotes que ya lleva en las espaldas.
Don Quijote interrogó a los demás prisioneros y Sancho se conmovió tanto por ver a uno de ellos llorar, que sacó una moneda y se la dio de limosna.
Tras todos los presos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de 30 años. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guradamigo, de las cuales descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en las cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos cerradas con un grueso candado.
Preguntó don Quijote por qué ese hombre iba con tantas prisiones más que los otros. El guardia le rspondió que porque tenía aquel sólo más delitos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que aunque lo llevaban de aquella manera, no iban seguros de él, sino que temían que se les había de huir.
--¿Qué delitos puede tener? --dijo don Quijote--
--Va por diez años --replicó el guarda--, que es como muerte civil, no quiera saber más sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamonte.
El preso le dijo don Quijote:
--Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas.
El comisario alzó la vara para dar a Pasamonte, en respuesta a su amenaza, mas don Quijote se puso en medio, y el rogó que no lo maltratase, pues no era mucho que quien llevaba las manos atadas tuviese algo suelta la lengua; y volviéndose a todos los de la cadena, dijo:
--De todo cuanteo me habéis dicho, hermanos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a paeecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas de muy mala gana, y muy contra vuestra voluntad, y que podría ser que el torcido juicio del juez haya sido causa de vuestra perdición, y de no haber valido con la justicia que de vuestra parte tenías, todo lo cual se me representa a mí en la menmoria que muestre con vosotros el efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar la orden de caballería, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Quiero rogar a estos señores guardias que sean servidos de dasatarlos y dejarlos ir en paz, que nos faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; Dios hay en el cielo, que nose descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de otros hombres.Pido esto con mansedumbre y sosiego, si lo cumplís, os agradezco, pero si no lo hacéis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza.
--Donosa majadería --respondió el comisario--. Váyase, señor, enhorabuena, y enderécese ese bacín que trae en la cabeza, y no ante buscando tres pies al gato.
--¡Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco! -respondió don Quijote.
Y, diciendo y haciendo, arremetió con él tan presto, que no tuvo tiempo de defenderse y dio en el suelo, malherido, de una lanzada. A don Quijote le vino bien que ese era el guarda de la escopeta. Los demas guadianes quedaron atónitos y suspensos del noo esperado acontecimiwento; pero, volviendo sobre sí, pusieron mano a sus espadas los de a caballo, y los de a pie, a sus dardos, y arremetieron a don Quijote, que con mucho sosiego los esperaba; y sin duda lo pasara mal, si los galeotes, viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar la libertad, no lo procuraran, buscando romper la cadena donde venían amarrados. Fue la revuelta de manera que los guardias, ya por acudir a los agaleotes que se desataban, ya por acometer a don Quijote, que los acometia, no pudieron hacer nada.
Ayudó Sancho, por su parte, a la soltura de Ginés de Pasamonte, que fue el primero que saltó en la campaña libre y desembarazado, y arremetiendo al comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando, hizo huir a los demás guardias, que escapaban también de las pedradas que ya los sueltos galeotes les tiraban.
Don Quijote llamó a todos los galeotes, que andaban alborotados y habían despojado al comisario hasta dejarlo en cueros. Se pusieron todos alrededor, para ver lo que les mandaba, y así les dijo:
--De gente bien nacida es agradecer lso beneficios que reciben, y uno de los pecados que más ofenden a Dios es la ingratitud. Lo digo, porque ya habéis visto, señores, el favor que de mí han recibido; en pago del cual querría yo, y es mi voluntad, que cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, se pongáis en camino a la ciuidad del Toboso, y allí os presentéis ante la señora Dulcinea, y le digáis que su caballero, el de la Triste Figura, se le envía a encomendar, y le contéis punto por punto esta famosa aventura, y hecho esto, podréis ir a donde quiera la buena ventura.
Respondió por todos Ginés de Pasamonte, y dijo:
--LO que vuestra merced nos manda, señor y libertador nuestro, es imposible, porque no podemos ir juntos por los caminos. Lo que vuestra merced puede hacer, es mudar ese servicio y montazgo de la Señora Dulcinea del Toboso, en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, porque pensar que hemos de volver a tomar nuestras cadenas y ponernos en el camino del Toboso, es pensar que ahora es de noche, y pedir a nosotros eso es como pedir peras al olmo.
--Pues voto a tal --dijo don Quijote, ya puesto en cólera--, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo o como os llaméis, que habíes de ir vos, solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas.
Pasamonte, ya enterado de que don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate había cometido como el de darles libertad, viéndose tratar de aqeulla manera, hizo señas a sus compañeros, y comenzaron a llover piedras sobre don Quijote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y el porbre Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube y pedrisco que a ambos les llovía.
No se pudo escudar tan bien don Quijote, que con tal fuerza el dieron los guijarros, que dieron con él en el suelo; y apenas hubo caído, cuando vino sobre él uno de los presos y le quitó la bacía de la cabeza, y le dio con ésta tres o cuatro golpes en las espaldas, y la hizo casi pedazos; le quitó una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le quería quitar, si la armadura no le estorbara. A Sancho le quitaron el gabaán y lo dejaron en pleota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, y se fueron cada uno por su parte.
Solos quedaron jumento y Rocinnte, Sancho y don Quijote. El jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas. Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada. Sancho, en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad. Don Quijote, muy enojado de verse tan mal parado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino

Capítulo XXI.- Que trata de la aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucediddas a nuestro invencible caballero


De allí a poco descubrió don Quijote a un hombre que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro. Apenas lo hubo visto, se volvió a Sancho y le dijo:
--Paréceme, Sancho, si no me engaño, viene hacia nosotros uno que trae puesta en su cabeza el yelmo (parte de la armadura antigua que resguardaba la cabeza y el rostro) de Mambrino, sobre el que yo hice el juramento que ya sabes.
--Mire vuestra merced bien lo que hace. No sé nada; mas a fe que vuestra merced se engaña en lo que dice.
--¿Cómo me puedo engañar? –dijo don Quijote; dime ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodad, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
--Lo que veo –dijo Sancho—no es sino un hombre sobre un asno, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
--Pues ése es el yelmo de Mambrino –dijo don Quijote--, apártate a un lado y déjame con él a solas; verás que sin hablar palabra concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.
Es, pues, que el yelmo, el caballo y caballero que don Quijote veía, era esto: un barbero, que traía una bacía (vasija especial que usan los barberos) de latón, y como comenzó a llover, se la puso sobre la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Cuando el caballero llegó cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo:
--Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe.
El barbero, al ver venir sobre así aquel fantasma, para poder guardarse del golpe de la lanza, se dejó caer, y más ligero que un gamo, echó a correr por el campo, más veloz que el viento.
Dejó la bacía en el suelo y don Quijote mandó a Sancho a que alzase el yelmo, y se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, tratando de encajársela, y como no podía, dijo:
--Sin duda que el pagano a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor de ello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo contener la risa.
--¿De qué te ríes Sancho? –dijo don Quijote.
--Me río –respondió él—de considerar la gran cabeza que tenía el pagano dueño de este almete, que no asemeja sino una bacía de barbero.
--¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía de barbero, como tú dices.
Luego montaron y sin tomar determinado camino, por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto, se pusieron a caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso.

martes, 11 de mayo de 2010

De la jamás vista ni oída aventura que con loco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la M

En este episodio Sancho llora de miedo y después se ríe de don Quijote.
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Capítulo XX

De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha

Sancho y don Quijote decidieron comer en pleno campo. Pero no tenían vino que beber ni aun agua que llevar a la boca. El escudero propuso buscar un arroyo para saciar la sed.
Caminaron en la oscuridad, aunque oían un grande ruido de agua, otro estruendo les estropeó el contento, especialmente a Sancho, que era medroso y de poco ánimo.
Oyeron que daban unos golpes a compás, con cierto crujir de hierros y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua, pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.
Don Quijote se imaginó una nueva aventura y le dijo a su escudero:
--Aprieta las cinchas de Rocinante y espérame aquí tres días, en los cuales si no volviere, puedes volverte a nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde le dirás a la incomparable señora mía Dulcinea que su cautivo caballero murió por acometer cosas que le hiciesen digna de llamarse suyo.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo, y a decirle:
--Señor, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino y desviarnos del peligro, aunque no bebamos en tres días.
--Te ruego, Sancho que calles, lo que debes hacer es apretar bien las cinchas de Rocinante, y quedarte aquí.
Viendo Sancho la resolución de su amo, determinó hacerle esperar hasta el día siguiente y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies de Rocinante, de manera que cuando don Quijote quiso partir, no pudo porque el caballo no podía moverse sino a saltos.
Entre pláticas y coloquios pasaron la noche amo y mozo; mas, viendo Sancho que se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante.
Don Quijote, al ver que Rocinante podía moverse libremente, volvió a indicarle que lo esperara tres días, reiteró el recado para Dulcinea y le dijo que en lo que tocaba a la paga de sus servicios, había dejado hecho su testamento, donde se hallaría gratificado.
De nuevo tornó a llorar Sancho, y determino no dejar a su señor hasta el último tránsito y fin de aquel negocio.
Don Quijote comenzó a caminar, Sancho lo siguió y así descubrieron la causa del horrísono y espantable ruido: eran seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Don Quijote se quedó pasmado y Sancho lo miró, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Miró también don Quijote a Sancho, y vio que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa. Don Quijote fue el primero en reír y Sancho rió tanto que tuvo que apretarse las quijadas con los puños, por no reventar riendo.

lunes, 10 de mayo de 2010

Capítulo XIX.- De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos

En este punto Sancho Panza bautiza a don Quijote como el Caballero de la Triste Figura.
Lean las razones del escudero:


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Don Quijote y Sancho caminaban por el campo después de la aventura en que nuestro caballero luchó con un ejército de ovejas y carneros, episodio en el que perdió algunos dientes y muelas.
Les tomó la noche en la mitad del camino; el escudero hambriento y el amo con ganas de comer vieron que venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Sancho se pasmó y don Quijote no las tuvo todas consigo; estuvieron quedos mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos y, mientras más se llegaban, mayores parecían, a cuya vista Sancho comenzó a temblar, y los cabellos de la cabeza se le erizaron a don Quijote, el cual, animándose un poco, dijo:
---Esta, sin duda, Sancho, debe de ser grandísima y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo.
Apartándose los dos del camino, tornaron a mirar amantemente lo que aquello de las lumbres que caminaban podía ser, y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó a dar diente con diente, como quien tiene fiebre; descubrieron veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual le seguían otros seis a caballo, enlutados hasta los pies.
A don Quijote en aquel punto se le representó en su imaginación que aquélla era una de las aventuras de sus libros.
Se le figuró que la litera eran andas donde debía ir algún mal herido o muerto caballero, cuya venganza a él solo le estaba reservada; y sin hacer otro discurso, enristró su lanzón y se puso en la mitad del camino; cuando vio a los encamisados cerca les ordenó detenerse.
La mula de uno de los descamisados era asustadiza, y al tomarla éste del freno, se espantó y dio con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo comenzó a denostar a don Quijote, el cual ya encolerizado, arremetió a uno de los enlutados y dio con él en tierra; y revolviéndose con los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le habían salido alas a Rocinante, según andaba ligero y orgulloso.
Don Quijote los apaleó a todos y los hizo dejar el sitio mal de su grado, porque todos pensaban que no era hombre sino diablo del infierno, que les salía a quitar el cuerpo muerto que en la litera llevaban.
Estaba un hacha ardiendo en el suelo, junto al primer descamisado que derribó la mula, a cuya luz pudo verle don Quijote el rostro; y, llegándose a él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese; sino, lo mataría.
El caído dijo llamarse Alonso López y que iba con otros once sacerdotes a llevar el cuerpo de un caballero, que había muerto de peste, a la ciudad de Segovia.
Don Quijote llamó a Sancho, pero él no se curó de venir, porque andaba ocupando desvalijando una acémila de repuesto que traían aquellos buenos señores, bien abastecida de cosas de comer. El escudero recogió todo lo que pudo y ayudó a su señor a sacar al caído, que tenía atorada una pierna entre el estribo y la silla. Don Quijote lo puso encima de la mula, le dio el hacha y le dijo que siguiese a sus compañeros. Díjole también Sancho:
--Si acaso quisieren saber esos señores quién es el valeroso que tales los puso, dígales vuestra Merced que es el famoso don Quijote de la Mancha, que por otro nombre se llama el Caballero de la Triste Figura.
Se fue el bachiller y don Quijote preguntó a Sancho que qué le había movido a llamarle de esa manera.
--Yo se lo diré –respondió Sancho--; porque he estado mirando un rato la luz de aquella hacha que lleva aquel mal andante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá que jamás he visto; y débelo haber causado, o ya el cansancio de este combate, o ya la falta de las muelas y dientes.
--No es eso –respondió Don Quijote--, sino que el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados; cual se llamaba el de la Ardiente Espada, el de la Muerte, y por estos nombres e insignias eran conocidos por toda la redondez de la tierra; y así digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura, como pienso llamarme de ahora en adelante.

domingo, 9 de mayo de 2010

Capítulo XVIII.- Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas

En este pasaje don Quijote ve un ejército, que en realidad es una manada de ovejas y carneros.
Esto me recuerda cuando uno tiene preocupaciones y ve, como don Quijote, ejércitos de maleantes que en realidad son meros animales. Vean lo que dice nuestro caballero de la triste figura: uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son
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Sigamos con la historia:

Después de que lo dejaron los manteadores, llegó Sancho a su amo, marchito y desmayado, tanto, que no podía arrear su jumento.
Don Quijote dijo:
--Ahora a cabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta es encantado, sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente de otro mundo?
--Tengo para mí –dijo Sancho—que aquellos que se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados como vuestra merced, sino hombres de carne y hueso como nosotros; y todos tenían sus nombres, uno se llamaba Pedro Martínez, otro Tenorio Hernández y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque. Y lo que y saco en limpio es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo nos han de traer tantas desventuras, que no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo, dejándonos de andar de la Ceca a la Meca.
--¡Qué poco sabes, Sancho –respondió don Quijote— Calla y ten paciencia, que un día vendrá donde veas cuán honrosa es andar en este ejercicio.
--Así debe de ser –respondió Sancho—sólo sé que después que somos caballeros andantes, todo ha sido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento.
En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda; y viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
--¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversos e innumerables gentes por allí viene marchando. La polvareda levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que, por aquel mismo camino de dos diferentes partes venían. Con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho le vino a creer. Don Quijote decidió retirarse a un altillo, para mirar.
Don Quijote nombraba muchos caballeros y gigantes, llevado de la imaginación, tal como había leído en sus libros.
Sancho volteaba la cabeza para ver si miraba a los caballeros que su amo nombraba; y como no descubría a ninguno, dijo:
--Señor, ni gigante ni caballero de cuantos vuestra merced dice parece todo esto; a lo menos yo no los veo; quizá todo debe ser encantamiento, como los fantasmas de anoche.
--¿Cómo dices eso, Sancho?—respondió don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los tambores?
--No oigo otra cosa –dijo Sancho--, sino muchos balidos de ovejas y carneros
--El miedo que tienes –dijo don Quijote—te hace, Sancho, que ni veas ni oigas. Porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a quien yo diere mi ayuda.
Y diciendo esto puso las espuelas a Rocinante y, puesta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela como un rayo.
Sancho daba voces, diciendo:
--Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que ¡voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase! ¿Qué locura es esta?
Ni por eso volvió don Quijote. Entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó a darles con la lanza con tanto coraje y denuedo, como si de veras diera a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello, pero viendo que no les hacía caso, se desciñeron las hondas y le dieron con piedras.
Una res le dio a un lado y le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó que estaba muerto o mal herido, y acordándose de su brebaje mágico sacó su alcuza (vasija) y comenzó a echar licor al estómago. Llegó otro animal y le dio en la mano y en la alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole dos dedos de la mano. El pobre caballero cayó del caballo. Los pastores creyeron que estaba muerto, así que con mucha prisa recogieron su ganado y cargaron con las bestias muertas y sin averiguar otra cosa, se fueron.
Todo ese tiempo, Sancho miraba desde la cuesta las locuras que su amo hacía, se arrancaba las barbas, y maldecía. Viendo que los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y lo encontró de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole:
--¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos sino manadas de carneros.
Llegó Sancho tan cerca que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Quijote; y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero.
--¡Santa María! –dijo Sancho—sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca.
Pero reparando un poco más en ello, echó de ver que no era sangre, sino el bálsamo; y fue tanto el asco, que, revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor.
Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse y curar a su amo, y como no las halló, maldijo su suerte, creyó perder el juicio, y propuso en su corazón dejar a su amo y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.
Don Quijote se levantó. Llegó a donde su escudero estaba de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo. Y viéndole con tanta tristeza, le dijo:
--Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden no son señales de que presto ha de serenar el tiempo,, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así, que no debes acongojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe parte de ellas.
--¿Cómo no? –respondió Sancho--. Por ventura, ¿el que ayer mantearon, ¿era otro hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?
--¿Qué te faltan las alforjas, Sancho?
--Sí que me faltan –respondió.
Decidieron buscar donde pasar la noche y don Quijote dejó que Sancho eligiera el camino.
Nuestro caballero se lamentó de sus muelas perdidas y dijo:
--Qué más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante.

sábado, 8 de mayo de 2010

Capítulo XVII.- Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su

Siguen las situaciones más jocosas que se pueda uno imaginar: don Quijote cree que lo golpeó un moro encantado, Sancho cree que éste es un cuadrillero de la Santa Hermandad y nuestro caballero prepara su brebaje mágico que casi mata a Sancho. Luego parten de la venta sin pagar.


Se van a reír, se los garantizo

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Acababa de pasar la graciosa escaramuza en la que, como suelde decirse, “el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo”, daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta prisa que no se daban punto de reposo, y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a donde quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Un cuadrillero que se alojaba esa noche, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró a oscuras diciendo:
--¡Ténganse a la justicia! ¡Ténganse a la Santa Hermandad!
Y el primero con quien topó fue con el apuñeado de don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno, y tentándole las barbas, no cesaba de decir:
--¡Favor a la justicia!
Viendo que don Quijote no se meneaba, pensó que estaba muerto y que los que allí estaban eran sus matadores, y con esa sospecha reforzó la voz, diciendo:
--¡Ciérrese la puerta de la venta! ¡Miren no se vaya nadie que han muerto aquí a un hombre!
Esa voz sobresaltó a todos. Cada cual dejó la pendencia en el grado que la tomó. Se retiraron el ventero a su aposento, el arriero a su lecho, la moza a su rancho.
Sólo los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban.
Don Quijote volvió de su parasismo y llamó a Sancho diciendo:
--Sancho, amigo, ¿duermes?
--¿Qué tengo que dormir? –respondió Sancho con pesadumbre y despecho--, que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche.
--Puedes creerlo así, dijo don Quijote, porque o yo sé poco, o este castillo está encantado; porque… hasme jurar que lo que quiero decirte lo tendrás en secreto hasta tu muerte.
--Sí juro –respondió Sancho
--Has de saber –respondió don Quijote—que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras. Sabrás que hace poco vino a mí la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y hermosa doncella que en gran parte de la tierra se puede hallar. Sólo te quiero decir que envidioso el cielo de tanto bien como la ventura me había puesto en las manos, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos y amorosísimos coloquios, sin que yo lo viese ni supiese por dónde venía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante y asentóme una puñada en las quijadas, tal, que las tengo bañadas en sangre, y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los arrieros. Por donde conjeturo que la hermosura de esa doncella la debe guardar un moro encantado, y no debe de ser para mí.
--Ni para mí tampoco –respondió Sancho--, porque más de 400 moros me han aporreado a mí de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado.
--Luego, ¿también estás aporreado? -–respondió don Quijote
--No tengas pena, amigo –respondió Don Quijote--, que o haré ahora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y vio al que pensaba muerto; y así como lo vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
--Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar si se dejó algo en el tintero?
--No puede ser el moro –respondió don Quijote--, porque los encanados no se dejan ver de nadie.
--Si no se dejan ver, se dejan sentir –dijo Sancho—si no, díganlo mis espaldas.
Llego el cuadrillero, y como los encontró hablando, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote estaba boca arriba sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegó el cuadrillero y le dijo:
--¿Cómo va buen hombre?
--Hablara yo más bien criado –respondió don Quijote--, si fuera vos ¿úsase en esta tierra hablar de esa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que lo dejó muy descalabrado; como todo quedó a oscuras, salió luego, y Sancho Panza dijo:
--Sin duda, señor, que éste es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas y los candilazos.
Don Quijote respondió: --levántate Sancho, si puedes, y llama al alcalde de esta fortaleza y procura que me dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad creo que lo he de menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que el fantasma me ha dado.
Sancho se levantó con harto dolor en sus huesos a buscar los remedios. El ventero lo proveyó de cuanto quiso y Sancho se lo llevó todo a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza quejándose del dolor del candilazo, que le había levantado dos chichones algo crecidos. Él tomó los ingredientes, con los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio. Vació todo en una aceitera de hoja de lata que el ventero le donó, luego rezó más de 80 padres nuestros y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada una acompañaba de una cruz a modo de bendición, ante la presencia de Sancho y el ventero.
Don Quijote se bebió casi media azumbre (medida de dos litros), y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias de la agitación del vómito, le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que lo arropasen y lo dejasen solo. Así lo hicieron y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese lo que quedaba en la olla. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante se la echó a pechos. Es, pues, el caso de que el estómago del pobre Sancho no debía ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó que había llegado su última hora.
--Yo creo Sancho –dijo don Quijote--- que todo este mal te viene de no ser armado caballero.
Don Quijote se sintió aliviado y sano, y quiso partirse luego a buscar aventuras. Él mismo ensilló su caballo y preparó al jumento de su escudero, a quien ayudó a vestirse y a subir al asno. Púsose luego a caballo y llegándose a un rincón de la venta, asió de un lanzón que ahí estaba, para que le sirviera de lanza. Llamó al ventero y se despidió prometiendo vengar algún agravio que le hubiesen hecho, para pagar.
--Señor caballero, no tengo necesidad de que me vengue algún agravio; sólo he de menester que me pague el gasto de esta noche.
--Engañado he vivido hasta aquí –respondió don Quijote-- pues en verdad pensé que era castillo, lo que se podrá hacer es que perdonéis la paga. Poniendo piernas sobre Rocinante, y terciando su lanzón, se salió de la venta, sin que nadie le detuviese.
El ventero acudió a cobrar a Sancho Panza, a lo cual éste respondió que por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo cornado.
Quiso la mala suerte que entre la gente de la venta se hallase gente alegre, maleante y juguetona, y viendo que no quería pagar, llegaron a Sancho, y apeándolo del asno, uno de ellos entró por una manta. Salieron al corral y comenzaron a levantarlo en alto, como con perro por carnestolenda.

jueves, 6 de mayo de 2010

Capítulo XVI.-De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo

Hoy tuve demasiado trabajo, termino muy tarde este post. Pero por favor, por favor, por favor, lean este pasaje que es uno de los más divertidos. Don Quijote y Sancho Panza pasan una noche loquísima en una venta: nuestro caballero cree que una moza es una princesa que se enamora de él, mientras ésta termina en una pelea con Sancho.
Vamos a la historia:
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El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo y que venía algo brumadas las costillas. La mujer del ventero, que era caritativa y se dolía de las calamidades del prójimo, acudió luego a curar a don Quijote e hizo que una hija suya, doncella, muchacha de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta asimismo una moza asturiana, ancha de cara,
llana de cogote, de nariz roma, de un ojo tuerta y del otro no muy sana.
Improvisaron una cama para don Quijote, en el establo, y luego la ventera y su hija lo emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y como viese la ventera tan acardenalado a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
--No fueron golpes –dijo Sancho--, sino que la peña tenía “muchos picos y tropezones y que cada uno había hecho su cardenal”. También pidió a la ventera que le guardara unas estopas, pues a él le dolían también algo los lomos.
--También debisteis vos de caer –dijo la ventera.
--No caí –dijo Sancho Panza--, sino que del sobresalto que tomé al ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo que bien parece que me han dado mil palos.
--¿Cómo se llama ese caballero? –preguntó la asturiana Maritornes.
--Don Quijote de la Mancha –respondió Sancho Panza--, y es caballero aventurero y de los mejores y más fuertes que de largos tiempos acá se han visto en el mundo.
--¿Qué es caballero aventurero? –preguntó la moza.
--Es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador; hoy es la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero. No hace sino un mes que andamos buscando la aventura y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea; si mi señor don Quijote sana de esta herida o caída y yo no quedo contrahecho de ella, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de España.
La asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.
Un arriero había concertado con Maritornes que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, al apagarse las luces y estar todos los huéspedes y sus amos dormidos, le iría a buscar a la cama.
El duro lecho de don Quijote estaba primero en mitad del establo; junto a él hizo el suyo Sancho. Sucedían a estos dos lechos el del arriero. Después de haber visitado el arriero a su recua, el arriero se tendió en su cama, a esperar a Maritornes. Ya estaba Sancho acostado, pero no le permitía dormir el dolor de sus costillas, y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio y no había otra luz que la de daba una lámpara colgada del portal.
Esa maravillosa quietud ,y los pensamientos que siempre nuestro de Don Quijote tenía de los sucesos, le trajo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden, y fue que él se imaginaba haber llegado a un famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba), y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual seducida de su gentileza, se había enamorado de él y prometido que aquella noche, vendría a yacer con él una buena pieza. Y teniendo toda su quimera, que él se había fabricado, por firme y verdadera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver. Y propuso en su corazón no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Tobos, aunque la misma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los caballos, entró ene. Aposento donde los tres alojaban, en busca del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor en las costillas, tendió los brazos para recibir a su hermosa doncella la asturiana, que, toda recogida, y callando, iba con las manos delante buscando a su querido. Topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama; téntele luego la camisa. Él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de de la otra princesa que vino a ver al mal herido caballero, vencida de sus amores. Y era tanta la ceguera del pobre hidalgo, que le parecía que tenía entres sus brazos a la diosa de la hermosura.
Y teniéndola bien asida, con voz amorosa, comenzó a decirle la imposibilidad de corresponderle, por la prometida fe que le debía a la sin par Dulcinea del Toboso.
El arriero, que estuvo escuchando lo que don Quijote decía, y celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra, pero como vio que la moza forcejeaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenerla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñetazo sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre.
El lecho de don Quijote cayó con tal estruendo que despertó el ventero. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, reacogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía y se acurrucó, y se hizo ovillo.
En esto despertó Sancho y, sintiendo aquel bulto encima de sí, pensó que tenía la pesadilla y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y alcanzó con no sé cuantas a Maritornes, la cual, dio el retorno a Sancho que le quitó el sueño. Al verse tratado de esa manera, se abrazó con Maritornes y comenzaron entre los dos la más graciosa y reñida escaramuza del mundo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Capitulo XV Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quijote en topar con unos desalmados yangûeses

Qué divertido capitulo, donde Sancho y don Quijote pagan los platos rotos porque Rocinante se puso romántico.

Don Quijote y su escudero entraron por el bosque donde se había internado la pastora Marcela. La buscaron por más de dos horas, sin hallarla, y vinieron a parar en un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible y fresco. Sin ceremonia alguna, se apearon y amo y mozo comieron. Rocinante y el burro andaban sueltos. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de yeguas galicianas de unos arrieros yangüeses.
Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilar con las señoras facas, y saliendo así como las olió de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picante y se fue a comunicar su necesidad con ellas.
Mas ellas, que debían tener más gana de pacer que de otra cosa, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera, que a poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla, en pelota; pero lo que debió más de sentir fue, que viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron malparado en el suelo.
Ya en esto, don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban jadeando, y dijo don Quijote a Sancho:
--A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea; dígolo, porque bien me puedes ayudar a tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante.
--¿Qué diablos de venganza hemos de tomar –respondió Sancho--, si éstos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aun quizá nosotros sino uno y medio?
--Yo valgo por ciento –replicó don Quijote.
Y sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los yangûeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo; y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
Los yangüeses, que se vieron maltratar de aquellos dos hombres solos, siendo ellos tantos, acudieron a sus estacas y cogiendo a los dos en medio, empezaron a menudear sobre ellos con gran ahínco y vehemencia. Verdad es que al segundo toque dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo le avino a don Quijote, sin que le valiese su destreza y buen ánimo. Y quiso su ventura que viniera a caer a los pies de Rocinante, que aún no se había levantado, donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.
Los yangüeses cargaron su recua y se pusieron en camino, dejando a los dos aventureros de mala traza y peor talante.
Sancho, con voz enferma y lastimada, dijo:
--¡Señor don Quijote!, ¡Ah, señor don Quijote!
--¿Qué quieres, Sancho hermano? –respondió don Quijote
--Querría, si fuese posible –respondió Sancho Panza--, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es que la tiene vuestra merced, quizá será de provecho para los quebrantamientos de huesos como para las heridas.
--Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? –respondió don Quijote.
Sancho dijo a don Quijote que el jumento había quedado libre de los golpes.
--Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas para dar remedio a ellas –dijo don Quijote--; dígolo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome a mi desde aquí a algún castillo, donde sea curado de mis heridas.
Sancho acomodó a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante, y llevando al asno de cabresto, se encaminó hacia donde la pareció que podía estar el camino real; y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta que, a pesar suyo y gusto de don Quijote, había de ser castillo.

martes, 4 de mayo de 2010

Capítulo XIV.- Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos

Vivaldo leyó los versos de desamor del difunto Crisóstomo.
Iba a leer otro papel, cuando de repente apareció una maravillosa visión, la pastora Marcela, tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, dijo:
--¿Vienes a ver por ventura, ¡oh fiero basilisco de estas montañas! Si, con tu presencia vierten sangre las heridas de este miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o ver desde esa altura, como otro despiadado Nerón, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar arrogante este desdichado cadáver? Dinos presto a lo que vienes.
--No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho –respondió Marcela--, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan.
Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté o obligada a amaros.
¿Por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros por que no me amábades? Cuando más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo, que, tal cual es, el cielo me dio la gracia, si yo pedirla ni escogerla. Y así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata por habérsela dado la naturaleza, tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa. Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles de estas montañas son mi compañía, las claras aguas de estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, en fin de ninguno de ellos, bien se puede decir que antes los mató su porfía que mi crueldad. El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección no es excusado.
Que si a Crisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Yo, como sabéis tengo riquezas propias y no codicio las ajenas.
Y diciendo eso, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte, dejando admirados, tanto por su discreción como por su hermosura, a todos los que allí estaban. Algunos dieron muestra de quererla seguir, pero a don Quijote le pareció bien usar de su caballería, socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en voz alta dijo:
--Ninguna persona, de cualquier estado o condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ya fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo que concluyesen el entierro, pusieron el cuerpo de Grisóstomo en la sepultura.
Terminada la ceremonia don Quijote se despidió de sus huéspedes y determinó ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio.

lunes, 3 de mayo de 2010

Capítulo XIII.- Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos

En este pasaje, mientras van camino al entierro de un pastor que murió de amor, don Quijote explica qué son y de donde provienen los caballeros andantes.

Vamos a la historia:

Don Quijote y Sancho Panza se levantaron al descubrirse el día y los cinco cabreros corrieron a despertar a sus huéspedes y le preguntaron si todavía estaba interesado en ir al entierro de Grisóstomo. Emprendieron el camino y se encontraron con otros pastores en el camino.
Uno de los caminantes, que se llamaba Vivaldo, le preguntó a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra pacífica, a lo cual respondió:
--La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera; el buen paso, el regalo y el reposo se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas, sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
Vivaldo le preguntó qué quería decir caballeros andantes.
--¿No han vuestras mercedes leído –respondió don Quijote—los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan las famosas hazañas del Rey Arturo, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de encantamiento, se convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra.
Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus hechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, h el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y el valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto, pues, señores es ser caballero andante, y la que he dicho es la orden de su caballería, en la cual, como en otra vez he dicho, yo he hecho profesión, y así me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me depare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
En esas pláticas iban, cuando vieron que bajaban de las montañas 20 pastores, todos vestidos de negro y coronados con guirnaldas.
Uno de los cabreros dijo:
--Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Crisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
Todos vieron el cuerpo cubierto de flores y vestido de pastor, al parecer de 30 años. Aunque muerto, mostraba que vivo había sido de rostro hermoso y de disposición gallarda. Alrededor de él habían colocado algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados.
Uno de los que traían al muerto dijo:
--Mira bien, Ambrosio, si éste es el lugar que Crisóstomo dijo en su testamento.
-- Éste es –respondió Ambrosio--; que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y fue allí donde la primera vez le declaró su pensamiento, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida.
Y volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió:
--Grisóstomo quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera; importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar estos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego, habiendo entregado su cuerpo a la tierra.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió uno de ellos y vio que tenía por título “Canción desesperada”. Ambrosio dijo:
--Este es el último papel que escribió el desdichado; y porque veas en el término que le tenían sus desventuras, leedle.

domingo, 2 de mayo de 2010

Capítulo XII.- De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote

Mientras Antonio cantaba a don Quijote y a los cabreros, llegó otro mozo, y dijo:
--¿Sabéis lo que pasa en el lugar compañeros? Pues sabed que murió esta mañana aquél famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, hija de Guillermo el rico, aquella que se anda en hábito de pastora.
--¿Por Marcela dirás? –dijo uno.
¡Por esa digo! –respondió el cabrero--; y en su testamento mandó que le enterrasen en el campo, al pie de la peña donde está la fuente done él la vio la vez primera. Es cosa muy de ver.
Un pastor llamado Pedro se ofreció a cuidar las cabras de todos. Don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era aquél y qué pastora aquélla; a lo cual el cabrero respondió que el muerto era un hidalgo rico, vecino de aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar con opinión de muy sabio y muy leído.
No pasaron muchos meses después que vino de Salamanca, cuando un día amaneció vestido de pastor con su cayado (bastón) y pellico (vestido) y se había quitado los hábitos que como escolar traía, y junto con él se vistió de pastor su gran amigo Ambrosio, que había sido su compañero de estudios.
Después se supo que Crisóstomo había mudado su traje por andar en pos de aquella pastora Marcela, de la cual se había enamorado.
El cabrero siguió contando que el padre de Marcela se llamaba Guillermo y su madre murió en el parto, cuando ella nació.
Mardela fue dejada al cuidado de un tío suyo, que era sacerdote. Creció la niña con tanta belleza, cuando llegó a la edad de 14 años a 15 años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había creado, y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Muchos la pedían, rogándole que e casase, pero ella jamás respondió otra cosa sino que no quería casarse, y que por ser tan muchacha no se sentía hábil para llevar la carga del matrimonio.
Un día la melindrosa Marcela se vistió de pastora y decidió irse al campo con las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su propio ganado. Y así como ella salió en público, y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré decir cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de pastor, uno de ellos nuestro difunto Crisóstomo.
Y todos los que conocemos a Marcela, estamos esperando en que ha de parar su altivez, y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a dominar su condición tan terrible y gozar de hermosura tan extrema.
Por todo lo que he contado, doy a entender que esta es la causa de la muerte de Crisóstomo y os aconsejo de hallaros mañana en su entierro, que será muy de ver.

sábado, 1 de mayo de 2010

Capítulo XI.- De lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros

Chequen nada más el discurso de don Quijote, cuando habla de la propiedad privada.
Sigamos con la historia:
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Don Quijote y Sancho Panza llegaron al anochecer a las chozas de unos cabreros y decidieron pasar allí la noche. Sancho acomodó a Rocinante y a su jumento y se fue tras el olor de unos tasajos de cabra que, hirviendo al fuego, en un caldero estaban.
Los cabreros tendieron por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron su rústica mesa y convidaron a los dos, de muy buena voluntad, con lo que tenían. Don Quijote se sentó sobre un dornajo vuelto de revés; Sancho se quedó de pie para servirle la copa, que era de cuerno. Viéndolo de pie, su amo le dijo:
--Porque veas, Sancho, el bien que encierra en sí la andante caballería, quiero que aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo y natural señor; que comas de mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor, que todas las cosas las iguala.
--¡Gran merced! –dijo Sancho--; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, también y mejor me lo comería a pie y a solas. Mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo.
--Con todo eso, te has de sentar; porque, a quien se humilla, Dios lo ensalza.
Y asiéndole por el brazo, lo forzó a que junto a él se sentase.
Después de que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
--Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no por que en estos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras: tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que libremente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. No había fraude, el engaño, ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La ley del encaje aún no se había asentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban por dondequiera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen. Andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el agasajo y el buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero.
Uno de los cabreros dijo:
--Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le agasajemos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con hacer que cante un compañero nuestro, el cual es un zagal y muy entendido y muy enamorado y que, sobre todo, sabe leer y escribir, y es músico.
Apenas había acabado el cabrero de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel (instrumento musical parecido a un pequeño laúd) que tañía un mozo de 22 años, de muy buena gracia. Le preguntaron si ya había cenado y él respondió que sí. El que había hecho el ofrecimiento a don Quijote, le dijo:
--De esta manera, Antonio, bien podrás hacernos el placer de cantar un poco.
--Que me place –respondió el mozo. Templó su rabel y empezó a cantar versos de amor y desamor.